Daniel Cerqueira*
En los próximos meses la Corte Interamericana (Corte IDH) decidirá un caso más en su amplio repertorio de precedentes relacionados con la concesión de megaproyectos en territorios indígenas, en el cual confluyen actos de violencia, corrupción y daños ambientales. El caso se refiere a la violación de derechos de la Comunidad Maya Q’eqchi’ Agua Caliente, cuyo territorio ancestral se ubicada en el municipio de El Estor, departamento de Izabal, Guatemala. Dicha comunidad reivindica la titulación colectiva de su territorio, pero no así un proceso de consulta previa, libre e informada (CPLI), en tanto la extracción de níquel en sus tierras ha sido autorizada desde hace varias décadas y es incompatible con su modo de vida y prioridades de desarrollo. El caso reviste especial importancia para que la Corte IDH se ponga al día con los desarrollos recientes sobre libre determinación indígena.
Pasados 15 años desde que la Corte IDH dictó la emblemática sentencia en el Caso Saramaka vs. Surinam, los precedentes del Sistema Interamericano (SIDH) sobre CPLI han inspirado el marco normativo y jurisprudencial de diversos países de América Latina, de donde provienen 15 de los 24 Estados parte del Convenio 169 de la OIT, principal tratado internacional en la materia. Pese al estatus de edén jurídico de la consulta previa, la región sigue siendo la más peligrosa del planeta para los y las líderesas indígenas empeñadas en proteger sus recursos naturales. Dicha paradoja nos obliga a reflexionar críticamente sobre las narrativas basadas exclusivamente en la CPLI, y considerar otras obligaciones estatales de cara a los pueblos indígenas igualmente reconocidas por la comunidad internacional.
Hoy en día, la CPLI trasciende el marco internacional de derechos humanos, habiendo alcanzado los más variados ámbitos del derecho público y privado. En efecto, algunos aspectos de las salvaguardias de los bancos multilaterales y compromisos voluntarios de las principales empresas extractivas son más avanzados que la propia jurisprudencia de la Corte IDH. A modo de ejemplo, las salvaguardias socioambientales del Banco Mundial, las normas de desempeño de la Corporación Financiera Internacional y las políticas autorregulatorias del International Council on Mining and Metalsemplean exclusivamente la expresión “consentimiento” previo, libre e informado. La Corte IDH ha reconocido el consentimiento, entendido como poder de veto frente a proyectos a gran escala, solamente en el leading case Saramaka, de 2007. En los casos posteriores relacionados con la concesión de proyectos de inversión en tierras indígenas – Sarayaku vs. Ecuador (2012); Casos Comunidades Garífunas de Punta Piedra y Triunfo de la Cruz vs. Honduras (ambos de 2015); Pueblos Kaliña y Lokono Vs. Surinam (2015) y Lhaka Honhat Vs. Argentina (2020) – la Corte definió el consentimiento como la finalidad del proceso de consulta y no como una obligación mandatoria que le da la última palabra al pueblo indígena sobre cualquier decisión con impacto en su territorio.
Desde luego, el SIDH ha sido pionero en la creación de las reglas y principios que conforman el corpus iuris internacional en materia de derechos indígenas. El reconocimiento de la personería jurídica colectiva de los pueblos indígenas y tribales en el Caso Saramaka; la consagración del pueblo indígena, y no sus integrantes individualmente considerados, como víctima de violación de derechos territoriales, en el Caso Sarayaku; el amplio alcance de la obligación de restituir los territorios indígenas adquiridos por particulares, en los casos de las comunidades del Pueblo Enxet en Paraguay (Yakye Axa, Sawhoyamaxa y Xákmok Kásek) son tan solo algunos ejemplos de aportes invaluables de la Corte IDH a los estándares internacionales.
El tribunal interamericano ha interpretado el alcance de ciertas disposiciones de la Convención Americana (CADH) a partir de las especificidades culturales propias de los pueblos indígenas, en un ejercicio de pluralismo jurídico sin parangón en la jurisprudencia internacional. Es así como en el Caso Awas Tingni vs. Nicaragua reconoció que el art. 21 de la CADH, referido al derecho de propiedad privada, proyecta un derecho de naturaleza colectiva, cuando aplicado a los territorios indígenas. Un razonamiento análogo fue empleado al definir el alcance del derecho de participación política (art. 23), en el Caso Yatama vs. Nicaragua; del derecho a un medio ambiente sano, al agua, a la alimentación adecuada y otros conexos, en el Caso Lhaka Honhat vs. Argentina; de la libertad de expresión e igualdad ante la ley (arts. 13 y 24), en la adjudicación de frecuencias de radio, en el Caso Pueblos Indígenas Maya Kaqchikel de Sumpango vs. Guatemala, entre otros.
Pero en lo que se refiere a las obligaciones exigibles en el contexto de concesiones de proyectos de inversión, la Corte IDH no ha dado pasos tan significativos como otros órganos del Sistema Universal. Tales órganos han definido la consulta y el consentimiento como corolarios de la libre determinación de los pueblos indígenas, debiéndose reconocer sus propias instancias representativas y procesos de toma de decisión. Esos órganos han replanteado las obligaciones estatales en juego, a partir del autogobierno, la autonomía territorial y la potestad de los pueblos y comunidades indígenas para definir sus prioridades de desarrollo económico, social y cultural, entre otros derechos fundamentales que se desprenden de la libre determinación indígena.
Si bien la Corte IDH ha reconocido el vínculo entre ciertos derechos de los pueblos indígenas y su libre determinación, sus pronunciamientos buscan, sobre todo, fundamentar la existencia de la obligación de realizar procesos de consulta previa con relación a países que no han ratificado el Convenio 169 de la OIT (Surinam, en los Casos Saramaka y Kaliña y Lokono, por ejemplo) o aclarar la vigencia temporal de dicha obligación cuando los hechos examinados habían ocurrido con anterioridad a la ratificación del Convenio 169 por parte del Estado denunciado (Ecuador, en el Caso Sarayaku, por ejemplo). Es decir, el tribunal interamericano deslinda del artículo 1 común a los Pactos Internacionales de la ONU, referido al derecho a la libre determinación, la obligación de realizar procesos de consulta previa, sin desarrollar propiamente cuáles son las obligaciones estatales que se derivan del derecho a la libre determinación, más allá de la CPLI.
En aras de contribuir a que la Corte IDH acompañe los estándares más avanzados en la materia, el pasado 23 de febrero la Fundación para el Debido Proceso sometió un amicus curiae que resume la manera como el Derecho Internacional ha abordado la libre determinación indígena y sistematiza los pronunciamientos más relevantes de los órganos del Sistema Universal, muchos de los cuales han sido recogidos en el informe publicado recientemente por la CIDH titulado “Derecho a la Libre Determinación de Los pueblos Indígenas y Tribales”. El documento propone un criterio interpretativo sobre la relación intrínseca entre el derecho humano al desarrollo integral y la libre determinación indígena. Lo anterior, en el marco del art. 26 de la CADH, referido al desarrollo progresivo de los Derechos Económicos, Sociales, Culturales y Ambientales.
Al igual que en fallos anteriores, en que la Corte interpretó el alcance de ciertos derechos convencionales a partir de las especificidades culturales del pueblo indígena respectivo, se sugiere que el art. 26 de la CADH sea interpretado a la luz del corpus iuris internacional en materia de libre determinación indígena y de las prioridades de desarrollo definidas autónomamente por la Comunidad Agua Caliente. Ello supone, en primer lugar, reconocer el derecho al desarrollo integral como un derecho autónomo, protegido bajo el art. 26 de la CADH. En la Opinión Consultiva 23/17, la Corte IDH derivó del desarrollo integral, consagrado en los artículos 30 y 34 de la Carta de la OEA, el derecho al medio ambiente sano, directamente justiciable y autónomo en el marco del art. 26 de la CADH. Posteriormente, en el Caso Lhanka Honhat vs. Argentina, la Corte desarrolló el contenido del derecho al agua y a la alimentación adecuada, en su conexión con el medio ambiente sano y el desarrollo integral, todo ello a partir de una perspectiva específica con relación a los pueblos indígenas.
En el caso de la Comunidad Maya Q’eqchi’ Agua Caliente, se presenta la oportunidad para que la Corte IDH ratifique su línea argumentativa sobre el goce de los DESCA por parte de los pueblos indígenas, y desarrolle el contenido del derecho humano al desarrollo integral, como derecho económico y social autónomo bajo el art. 26 de la CADH. En su aplicación a los pueblos indígenas, dicho derecho debe ser interpretado a partir de la autonomía de la comunidad respectiva para perseguir libremente sus propias formas de desarrollo económico, social y cultural y, de esta manera, definir qué tipo de actividad productiva desea que se realice en su territorio.
El escrito de amicus curiae busca aclarar la insubsistencia de las concepciones unidimensionales sobre desarrollo. Al respecto, son varios los pronunciamientos de organismos supranacionales de derechos humanos en los que se afirma que el desarrollo económico debe ser perseguido por los Estados, siempre y cuando se respeten los derechos fundamentales de las personas y comunidades potencialmente impactadas. Hasta su reciente informe sobre libre determinación, la CIDH se refería a los megaproyectos extractivos, energéticos, de infraestructura o en otros ámbitos económicos, como “proyectos de desarrollo”. En sus propias palabras, “las normas del sistema interamericano de derechos humanos no impiden ni desalientan el desarrollo, pero exigen que el mismo tenga lugar en condiciones tales que se respeten y se garanticen los derechos humanos de los individuos afectados”[1].
A nuestro juicio, el ejercicio fundamental no es armonizar la consecución del desarrollo (entendido como la maximización del bienestar de la población) con el respeto a los derechos humanos de los colectivos directamente impactados por proyectos de inversión. Tampoco pasa por indagar sobre la distribución equitativa de los beneficios económicos generados por tales proyectos. La pregunta central es si un determinado proyecto, muchas veces blindado por conceptos como utilidad pública o interés social, satisface o no el derecho al desarrollo integral de las comunidades indígenas en cuyo territorio se busca que se lleve a cabo. En ese sentido, es necesario que los órganos del SIDH trasciendan los circunloquios retóricos sobre el desarrollo sostenible, y se hagan cargo de la definición del contenido del derecho humano al desarrollo de una comunidad indígena impactada por un megaproyecto de inversión, las obligaciones estatales que de él se derivan, y su armonización con las reglas y principios inherentes a la libre determinación indígena.
[1] CIDH, “Pueblos Indígenas, comunidades afrodescendientes y recursos naturales: protección de derechos humanos en el contexto de actividades de extracción, explotación y desarrollo”, 31 de diciembre de 2015, párr. 56; reproducido en “Empresas y Derechos Humanos: Estándares Interamericanos”, 1 de noviembre de 2019, párr. 2.
* Director de Programa de Derechos Humanos y Recursos Naturales para DPLF.
Foto: AP Photo/Moises Castillo
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Excelente información.