De Sepur Zarco a El Mozote: en búsqueda de la justicia con sentido de mujer

Leonor Arteaga*

Publicado originalmente en El Faro.

Todas somos Sepur Zarco, repetía una frase de la Alianza rompiendo el Silencio y la Impunidad, simbolizando así la solidaridad con las mujeres que vivieron repetidos abusos, trabajos forzados y violaciones sexuales que tomaron forma de esclavitud, en la base militar del mismo nombre, que operó entre 1982 y 1986, en el marco del conflicto armado en Guatemala. Todas ellas fueron abusadas mientras sus maridos, que reclamaban la tierra, habían sido desaparecidos, detenidos o asesinados.

El 1 de febrero de 2016, más de 30 años después de los hechos, 11 mujeres maya q’eqchi’ ingresaron a un Juzgado de Mayor Riesgo de Guatemala para ver por primera vez en el banquillo de los acusados a quienes las mantuvieron sometidas. Más allá de los crímenes que se cometieron en Sepur Zarco, este tipo de violencias ocurrieron sistemáticamente y configuraron una práctica extendida y diferenciada que afectó a miles de mujeres, en la larga guerra interna que vivió ese país.

Tres semanas después, el 26 de febrero de 2016, la jueza Iris Yassmín Barrios, presidenta del Tribunal “A” de Mayor Riesgo de Guatemala, anunciaba el veredicto mediante el cual las sobrevivientes finalmente recibirían justicia. El tribunal condenó a dos ex oficiales militares de crímenes de lesa humanidad por delitos de violación, desaparición forzada, asesinato y esclavitud. Esteelmer Reyes Girón y Heriberto Valdez Asij recibieron una condena de 120 años y 240 años de cárcel, respectivamente. El Tribunal resolvió, además, que se concedieran reparaciones a las sobrevivientes y a sus comunidades.

En julio de 2017, una Sala de Apelaciones en Guatemala ratificó la sentencia, dejando en firme la decisión. Así, Guatemala daba lecciones de impartir justicia con equidad e independencia, al transformarse en el tercer país de la región -después de Colombia y Argentina- en juzgar violencia sexual en un conflicto armado o dictadura; además, fue el primero en el mundo, en condenar la esclavitud sexual en una corte nacional.

A pesar de que la Comisión para el Esclarecimiento Histórico (CEH) dio cuenta de ello, la violencia sexual fue invisible en las narrativas iniciales posconflicto. Los testimonios, sobre todo de mujeres, se formaron de relatos sobre sus familiares desaparecidos, ejecutados o torturados, y no sobre lo que ellas habían vivido. De esta manera, sus propios padecimientos –especialmente las agresiones sexuales– quedaron en un segundo plano.

Si bien técnicamente la posibilidad de juzgamiento de estos delitos estuvo vigente desde los Acuerdos de Paz de 1996, las primeras expresiones de justicia no fueron posibles sino hasta en años recientes. Fue gracias a la perseverancia de las sobrevivientes, al trabajo de organizaciones acompañantes y a los esfuerzos de la Fiscalía que finalmente se dirigieron a perseguir crímenes sexuales. Y, como factor determinante para el cambio de rumbo, llegaron mujeres comprometidas y capaces al sistema de justicia.

En ese contexto, el juicio fue una oportunidad para demostrar jurídicamente las responsabilidades de los victimarios y dar validez social a la voz de las mujeres, en particular de las mujeres mayas, que vivieron en carne propia los vejámenes, el rechazo y la estigmatización. El caso también contribuyó a avivar el debate sobre las causas de la continuación de la violencia de género hasta nuestros días, basada en las ideas de dominación y control.

Desde el punto de vista del derecho internacional, los delitos de violación sexual y esclavitud sexual perpetrados como parte de un plan en el marco de ataques contra población civil –tal como ocurrió en Serpur Zarco- son crímenes de lesa humanidad. Por tanto, no se les puede aplicar amnistía ni prescriben con el paso del tiempo. Este reconocimiento procede del desarrollo de conceptos y estándares en justicia de género, por parte de tribunales internacionales como los de Ruanda y Yugoslavia, el Tribunal Especial para Sierra Leona y la Corte Penal Internacional.

Y la guerra en El Salvador, ¿existieron crímenes sexuales?

Falta mucho para tener una versión salvadoreña del juicio de Sepur Zarco, pero es urgente empezar por alguna parte.

La violencia sexual en el conflicto armado en El Salvador, como en otras guerras, no fue un hecho aislado de uno o algunos hombres “sin control de sus instintos”, ni mucho menos provocada por conductas “irresponsables” de las mujeres. Se trató de estrategias de terror y degradación.

Ahora, 26 años después del fin de la guerra, estos hechos criminales permanecen ocultos y se conversan en voz baja. Aun no se han desarrollado suficientes espacios de fortalecimiento para romper los silencios y dar sentido a las experiencias de dolor que, incluso, puedan resultar en procesos de búsqueda de justicia.

La Comisión de la Verdad no incluyó la violencia sexual como uno de los crímenes investigados. Posteriores investigaciones de organizaciones de derechos humanos o de instituciones como la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos, al referirse a las violaciones de derechos humanos cometidas en la guerra, poco o nada han dicho sobre el tema.

En 2012, por primera vez, la Corte Interamericana de Derechos Humanos reconoció la existencia de violaciones sexuales en el conflicto armado de El Salvador, cuando se refirió a la masacre de El Mozote. En el juicio interno que sigue en marcha, los 18 exmilitares de alto rango acusados en el caso están siendo procesados por el delito de violación sexual, entre otros, por sus responsabilidades al mando de la Fuerza Armada de la época.

Esas imputaciones son un paso importante. Pero es aún más necesario acompañar a las sobrevivientes y sus comunidades y proveer a jueces, juezas y fiscales de protocolos con perspectiva de género y argumentos especializados para que el juicio, más allá del resultado de condenas o absoluciones, permita reivindicar el lugar de las mujeres en la historia y tenga un sentido reparador. En estas líneas, hago un reconocimiento a quienes ya están trabajando en esta dirección.

La tarea no es fácil. En El Salvador, como en muchos otros países, las relaciones entre hombres y mujeres están marcadas por las desigualdades, la jerarquía y la subordinación. La violencia es una forma de ejercer el poder desde los hombres para mantener el orden y el acceso a los recursos, los privilegios y el control los niños, las niñas y las mujeres.

En los últimos meses han cobrado notoriedad varios casos recientes de violencia contra las mujeres, que reclaman la necesidad de tomar en serio a las víctimas y de que el sistema de justicia responda adecuadamente investigando a los responsables. Como una respuesta directa a estos reclamos, el Fiscal General, Douglas Meléndez, anunció la creación de una Dirección Nacional de la Mujer, Niñez, Adolescencia y población LGBTI, que incluye una coordinación sobre feminicidios. Esperamos que esta unidad especializada tenga los recursos y la voluntad para abordar esa perspectiva en sus investigaciones sobre los casos del conflicto armado que permanecen en el tintero. Ojalá la sociedad civil acompañe su trabajo y demande su buen funcionamiento.

Entonces, ¿qué puede aprender El Salvador de la experiencia Guatemala?

1. Escucha activa. Las organizaciones de derechos humanos deben a las mujeres y sus vivencias como historias propias, no accesorias. Además de ser las testigos de otros hechos criminales, muchas mujeres sobrevivientes fueron víctimas de violencia sexual en algún episodio de la guerra, y en el silencio esa violencia se normaliza, se refuerza. Escuchar sus testimonios debe llevar a entender qué es lo que la víctima quiere y necesita. En el caso Sepur Zarco, muchas mujeres entendieron el juicio como una forma de evitar la repetición: que ninguna otra pasara por lo mismo; otras querían que se supiera la verdad: que la culpa no estaba en ellas ni en sus cuerpos.

Por si acaso, el reconocimiento de la situación de víctima no minimiza la potencia humana, ni excluye otras realidades de una misma mujer. Ser víctima, desde una perspectiva de derechos, no riñe con la capacidad de acción, sino que afirma la condición de persona con derechos frente a un Estado obligado a protegerlos.

2. Alianzas. Hay que tender puentes entre las organizaciones de mujeres y las de derechos humanos, nacionales e internacionales. La Alianza rompiendo el Silencio y la Impunidad es un colectivo de tres organizaciones distintas y complementarias: Mujeres Transformando el Mundo (MTM), la Unión Nacional de Mujeres Guatemaltecas (UNAMG), y el Equipo de Estudios Comunitarios y Acción Psicosocial (ECAP), que se asociaron para caminar de la mano con la comunidad del caso Sepur Zarco. Estos procesos requieren visiones cualificadas sobre violencia contra las mujeres. Además, estos casos deben construirse jurídica y socialmente, procurando generar empatías ciudadanas.

3. Persecución especializada. La Fiscalía debe construir una estrategia de persecución penal con enfoque de género que comprenda las dimensiones estructurales e individuales de los casos del conflicto armado y les asigne la debida prioridad. Esta estrategia debe incluir canales de diálogo con organizaciones de sociedad civil y con las víctimas, sin provocar nuevos daños. Es decir, las autoridades tendrían que actuar a partir del reconocimiento de que se trata de violaciones graves de derechos humanos y probablemente de crímenes internacionales, de naturaleza sexual, que reclaman respuestas para las víctimas y el mundo, donde la Fiscalía tiene una obligación jurídica, histórica y moral de responder.

El reconocimiento de la gravedad de los crímenes cometidos contra las mujeres en el conflicto armado, y de la repercusión de sus impactos hasta hoy, subraya la necesidad de imponer sanciones suficientes como una garantía de justicia mínima con y para las mujeres. Si eso ocurre, se habrá contribuido al nunca más.

* Leonor Arteaga Rubio es Oficial Sénior de Programa de la Fundación para el Debido Proceso (DPLF), especialista en temas de justicia transicional

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