Luis Pásara*
A partir del mes de julio, una avalancha de audios –escuchas telefónicas grabadas por la fiscalía con autorización judicial– inundaron a Perú de conversaciones entre jueces, asesores, abogados y políticos, que revelaron una red de conexiones para nombrar y ascender jueces, y para archivar casos o inclinar sentencias. El asombro ciudadano fue administrado dosificadamente: las grabaciones se hicieron públicas, día tras día, por una acreditada ONG –el Instituto de Defensa Legal, que anunció haberlas recibido anónimamente–, pese a que hubo fiscales que intentaron secuestrar las grabaciones para impedir su difusión.
El cuadro resultante al cabo de tres meses muestra un sistema de justicia penetrado por la corrupción. Según lo detectado a partir de las grabaciones, en la red participaban varios miembros del Consejo Nacional de la Magistratura –entidad responsable de nombrar, ascender y destituir jueces y fiscales–, cuando menos dos o tres jueces integrantes de la Corte Suprema, algunos jueces de segunda instancia –uno de los cuales ya está en prisión–, una serie de colaboradores y un número todavía no precisado de jueces de niveles inferiores. En uno de los audios más impactantes, César Hinostroza –que era juez supremo– pregunta a su interlocutor, que intercede por un condenado por el delito de violación de menor, si lo que busca es que se le absuelva o que se le rebaje la pena.
Además de las destituciones de los miembros del CNM y del juez Hinostroza, respecto a este último el Congreso ha aprobado, sin votos en contra, acusarle por cuatro delitos, incluidos el tráfico de influencias y la pertenencia a una organización criminal. Esta es la banda denominada “Los cuellos blancos del puerto”, integrada por empresarios y operadores vinculados al narcotráfico. Uno de las derivaciones de la crisis fue la renuncia de quien era presidente de la Corte Suprema y el Poder Judicial, Duberlí Rodríguez. Quien le ha reemplazado, Víctor Prado –integrante del tribunal supremo que en 2009 condenó a Alberto Fujimori a 25 años de prisión–, ha declarado que en 14 de los 34 distritos judiciales del país existe influencia del crimen organizado.
Si de un lado se halla la delincuencia organizada y de otro el Poder Judicial, la tercera pata de la trama se halla entre los políticos. La bancada más numerosa en el Congreso es Fuerza Popular, la agrupación política de los Fujimori por la que Keiko Fujimori ha sido candidata presidencial en dos ocasiones y a quien parece aludir –como “la señora K”– otra de las grabaciones de Hinostroza. Esta bancada defiende al actual Fiscal de la Nación, César Chávarry, quien conversa con el ex juez Hinostroza en uno de los audios en torno a una investigación que en su momento se abrió al ahora Fiscal. Chávarry se aferra al cargo pese a que tanto el presidente de la República, Martín Vizcarra, como diversos grupos y los propios fiscales le han pedido apartarse. Ha anunciado su intención de permanecer como Fiscal en razón de la autonomía de la institución.
La justicia peruana ha tenido una trayectoria más bien pobre, solo en algunos casos importantes ha tenido un desempeño destacable y, desde hace mucho, padece un altísimo grado de desaprobación social. Pese a todo eso, no había conocido una crisis de la magnitud que tiene la actual.
En medio de la crisis surgen señales de signo contrario. El sometimiento tradicional de los jueces peruanos acaba de reaparecer en la sentencia que absolvió a un militar retirado, procesado como autor mediato del asesinato de un periodista y para quien el fiscal solicitó 25 años de prisión; la absolución dictada el 4 de octubre, pese a las pruebas, lo habilitó como candidato a la alcaldía de Lima, un sueño que los electores frustraron el 7 de octubre. Pero, de otra parte, otras dos decisiones judiciales parecerían anunciar que no todo está descompuesto. Primero, la resolución del juez Hugo Núñez que, también en la primera semana de octubre, anuló el irregular indulto a Alberto Fujimori, concedido irregularmente en diciembre de 2017. Segundo, la decisión del juez Richard Concepción que, días después, dispuso la detención de Keiko Fujimori por el caso de financiación irregular de su partido, tras la cual se vislumbra el dinero de los sobornos de la constructora brasileña Odebrecht.
No solo en el Perú se está conociendo mejor a los jueces. Gracias a los instrumentos audiovisuales y la difusión que ahora alcanzan las comunicaciones personales, los jueces españoles también exhiben sus vergüenzas en estos días. Dos temas importantes son objeto de esta suerte de striptease judicial. Uno es Cataluña, donde se vive desde hace un año una crisis en torno al reclamo independentista, asunto indudablemente político que ha sido judicializado mediante una diversidad de procesos que comprenden a un alto número de procesados, algunos de ellos en prisión preventiva y otros huidos del país. El otro tema es la violencia de género, problema en el que la sociedad manifiesta interés preferente y que, para atenderlo, ha sido materia de modificaciones legales y ha recibido significativas asignaciones presupuestales merced a un pacto entre los partidos políticos.
En el conflicto catalán la intervención de fiscales y jueces ha tomado partido continuamente por las tesis más conservadoras y duras, que han sido las del gobierno del Partido Popular en los últimos años (2011-2018). Una interpretación manifiestamente infundada de los hechos producidos el 1 de octubre de 2017 –con ocasión de la realización de una irregular consulta popular sobre la independencia que fue convocada por el gobierno catalán– ha considerado que las manifestaciones y movilizaciones populares producidas constituyen el delito de rebelión que, según precisa el art. 472 Código Penal español, requiere el uso de violencia. Tanto la justicia alemana como la belga –en los casos de procesados por esta causa que han dejado el país– han denegado la extradición solicitada por la justicia española; aquellos jueces han entendido que los hechos producidos en Cataluña no tienen entidad suficiente para constituir la violencia prevista en el delito de rebelión.
No obstante, tanto fiscales como jueces –incluido el magistrado Pablo Llarena, que instruye el caso en el Tribunal Supremo– persisten en calificar como “rebelión” aquello que evidentemente no lo fue. El objetivo no confeso probablemente es mantener en prisión preventiva a los procesados y, en algún momento, condenarlos con la pena añadida de inhabilitación, lo que descabezaría el movimiento independentista.
El desnudamiento ocurrido en las últimas semanas se ha visto en un chat interno del Poder Judicial, en el que participa cierto número de jueces. Uno de ellos dice: “lo ocurrido el día 6 de septiembre y el 1 de octubre fue un golpe de Estado” y añade: “Con los golpistas no se negocia, ni se dialoga”. “El golpe de estado se salda con vencedores y vencidos o no se salda”, sostiene otro juez en el intercambio, luego de lo cual lanza un “¡Viva el Rey!” y califica a los independentistas como “criminales”. Y sigue el coloquio así, algo desaforadamente, con tomas de posición abiertamente contrarias a nacionalismo e independentismo catalanes, lejos de cualquier rasgo de ecuanimidad y, por cierto, formulando adelantos de opinión sobre la controversia. La tendencia revelada por estos jueces explica mejor aquello que la justicia está haciendo en Cataluña: política.
El intercambio producido en el chat, luego de que su contenido fuera publicado en varios medios digitales, ha sido objeto de un debate. La magistrada Montserrat Comas d’Argemir, portavoz en Cataluña de la agrupación Juezas y Jueces por la Democracia –que representa al llamado sector progresista de la judicatura–, declaró en una entrevista radial: “Preocupa que una minoría exprese un pensamiento tan ofensivo», pero se apresuró a sostener que se trataba de un “chat privado”, como si esto rebajase la importancia de la revelación.
Por su parte, la consejera de Justicia del gobierno catalán, Ester Capella, llevó el asunto ante el órgano rector de la judicatura, el Consejo General del Poder Judicial. Este es designado a medias por el Congreso y por el Senado, seis miembros cada uno, sobre la base de acuerdos y repartos entre los partidos políticos. El Consejo decidió que se trataría de una falta y, en cualquier caso, prescrita, por lo que no actuó en el caso.
El segundo tema está circunscrito a un caso específico que, sin embargo, puede ser anuncio de una mentalidad judicial que es la que juzga los casos de violencia contra la mujer. Una conocida modelo, María Sanjuán, denunció en enero a su pareja y padre de sus dos hijos, por violencia de género, por lo que el empresario –a quien los medios consideran un “aristócrata” de fortuna– fue detenido. El caso estuvo, desde el inicio, a cargo del Juzgado de Violencia contra la Mujer número 7 de Madrid; el juez es Francisco Javier Martínez Derqui, quien tiene algo más de diez años dedicado a la violencia de género e imparte cursos sobre la materia. Pese a que la denunciante solicitó una orden de alejamiento, el juez no la emitió y puso en libertad al detenido. A fines de junio, este mismo juez fue inadvertidamente grabado por el sistema audiovisual del juzgado, momentos después de terminar una audiencia del caso. En la grabación filtrada a los medios y recién conocida, Martínez llama “bicho” e “hijaputa” a la agraviada.
Si esa es la consideración que merece una denunciante a un juez –y que, según se advierte en la grabación, es compartida por el personal del juzgado– especializado en violencia de género, qué puede esperarse del tratamiento de este problema por los tribunales. Además del inevitable apartamiento del juez del caso, que ya se ha producido, es igualmente significativo lo que se espera en el manejo oficial del escandaloso episodio. En fuentes del Consejo de Gobierno del Poder Judicial se anticipa una multa como sanción al juez. Nada más.
“Juicios tengas”, dice una maldición atribuida a los gitanos. No necesita explicación.
*Senior Fellow, DPLF
Foto: «The Bench» por William Hogarth, óleo sobre lienzo, 1758 / Wikimedia Commons, dominio público