Katya Salazar**
El 5 de abril de 1992, el entonces presidente peruano Alberto Fujimori informaba en un mensaje a la nación su decisión dedisolver el Congreso de la República por ser un obstáculo a sus planes para enfrentar la crisis económica, el narcotráfico y el terrorismo que azotaban al país, evento recordado como el “Autogolpe” o “Fujimorazo”. Asimismo, intervino el Poder Judicial, el Ministerio Público y el Tribunal Construccional por las mismas razones. Según el guión que presentó esa noche al pueblo peruano, estas instituciones, integradas por los supuestos “holgazanes y corruptos de siempre”, impedían el desarrollo y pacificación del país, por lo que era necesario reformarlas. Dos años antes, Fujimori ganaba las elecciones gracias a una mayoría que vio en él la posibilidad de un cambio. Había ganado el “outsider”, enemigo del establishment y de los partidos políticos tradicionales, el de la mano dura que llegaba a poner orden en el país, cercano al pueblo, conocedor de sus necesidades y las soluciones.
Imágenes del ese autogolpe de estado ocurrido hace casi 30 años en Perú, volvieron a nuestras mentes cuando el 9 de febrero último vimos a las Fuerzas Armadas salvadoreñas entrar por la fuerza a la Asamblea Legislativa por órdenes del Presidente, invocando el articulo 87 de la Constitución que reconoce el derecho del pueblo a la “insurrección”. Nayib Bukele, el mandatario “millenial” que llegó para darle un aire fresco a la política salvadoreña, que disfruta de los selfies y gobierna por Twitter, quería mostrarle a la Asamblea Legislativa de su país que sus amenazas iban en serio si ésta seguía negándose a aprobar un préstamo para su plan de combate a la violencia. Muchos temimos estar presenciando los momentos previos de un Fujimorazo y respiramos “aliviados” cuando el Presidente, después de ingresar a la Asamblea Legislativa y orar, informó que le había preguntado a Dios qué hacer y que éste le había dicho que tuviera paciencia, esto es, que suspendiera sus planes de cerrar al Congreso.
Este audaz acto de intimidación nunca antes visto en El Salvador, recibió una unánime condena internacional y llevó a que algunas voces lo calificaran como el paso inicial en el camino a convertirse en el primer “dictador millenial” de la región.
Un mes después y solo dos días después que la OMS declarara oficialmente la existencia de una pandemia originada por el covid-19, la Asamblea Legislativa de El Salvador decretó, a pedido del Presidente Bukele, el estado de emergencia a nivel nacional. El Salvador se convertía así en uno de los primeros países del mundo en establecer medidas de respuesta a la pandemia, por lo que Bukele fue reconocido por la comunidad internacional que veía en esto un signo positivo, luego del desacierto del mes anterior. Lamentablemente, nos equivocamos.
Frente a situaciones de emergencia, catástrofe o crisis el derecho internacional permite a los Estados tomar medidas excepcionales para afrontar la emergencia. Sin embargo, esto no es un “cheque en blanco” para que los Estados actúen de manera discrecional, arbitraria o al margen de la ley. Las disposiciones que se adopten deben respetar el marco constitucional y el derecho internacional, que exige que estén expresamente recogidas en una ley y sean necesarias, proporcionales, idóneas y razonables para responder a la crisis. La emergencia producida por el covid-19 es una crisis sanitaria, por lo que las acciones que se realicen para enfrentarla deben tener como objetivo proteger la salud, así como la vida e integridad física de la población salvadoreña. Las medidas tomadas por el Presidente Bukele para afrontar la pandemia no solo han desconocido las reglas establecidas por el derecho internacional para estos contextos, sino que parecen ser mas una demostración de fuerza que un plan de acción para resolver una grave crisis de salud pública.
Mientras que la declaración inicial de estado de emergencia y su primera prórroga se realizaron a través de Decretos Legislativos, tal como está contemplado en la ley, las prórrogas posteriores fueron ilegalmente autorizadas por el Presidente Bukele, ignorando las facultades que la Constitución otorga expresamente a la Asamblea Legislativa en esta materia. Para ese momento ya estaba claro que la declaración inicial de emergencia, aunque necesaria tenía muchos vacíos que además de confundir a la población sobre sus derechos y obligaciones en el marco de la emergencia, venían sirviendo de justificación a medidas claramente desproporcionadas por parte de las autoridades, afectando derechos fundamentales de las y los salvadoreños. Por esa razón, la Asamblea quería escuchar al presidente antes de una nueva prórroga, pero el prefirió no responder a este llamado y prorrogar el estado de emergencia unilateralmente, transgrediendo las normas vigentes.
En este contexto bastante confuso, una de las acciones mas polémicas para “enfrentar la pandemia” ha sido la detención ilegal de aquellas personas que no cumplen con la cuarentena, a quienes se les traslada a centros de internamiento o confinamiento obligatorio donde deben quedarse por lo menos por 30 días, sin ninguna medida de protección o distanciamiento social para evitar el contagio. De manera claramente desproporcional, el presidente salvadoreño optó por la privación de la libertad -medida punitiva y la última ratio u opción que el derecho penal contempla cuando no exista una medida menos grave aplicable- para responder a un problema de salud pública. De acuerdo a cifras oficiales hasta el momento han pasado 12,011 personas por estos centros de contención donde actualmente se encuentran aún detenidas mas de 3,000.
Frente a esta situación, la Sala Constitucional de la Corte Suprema ha venido jugando un papel fundamental como mecanismo de control judicial de las medidas tomadas para enfrentar la emergencia. En el marco de diversas acciones de habeas corpus y amparo, la Sala ha cuestionado las detenciones ilegales, retomado los requisitos del derecho internacional para la imposición de tales medidas en tiempos de crisis. La Corte ha señalado de manera expresa en varias de sus decisiones que las limitaciones a derechos fundamentales deben estar en una ley formal, publicada, con supuestos de aplicación claros y precisos para evitar el exceso de discrecionalidad y arbitrariedad de las autoridades y sobre todo, estas medidas deben estar sujetas al control judicial. Como expresión de lo que parece ser “la nueva normalidad” en El Salvador, el presidente Bukele se ha negado a acatar las sentencias de la Corte, con expresiones incendiarias en contra de la Sala Constitucional y sus miembros.
Siguiendo un libreto conocido y a contravia del resto del mundo -preocupado por reducir el hacinamiento carcelario para evitar que las cárceles se conviertan en focos de contagio- las cárceles en El Salvador se han convertido en bombas de tiempo y de paso, en una estrategia de marketing del presidente Bukele. Argumentando que muchos de los asesinatos se planean desde las cárceles, Bukele las declaró en “emergencia máxima” a fines de abril y ordenó a través de un tweet que junten a miembros de distintas pandillas en las mismas celdas y que las sellen para no dejar pasar la luz. Además, autorizó el uso de la fuerza letal para combatir la violencia y aseguró que el propio gobierno se encargaría de la defensa de “aquellos que sean injustamente acusados por defender la vida de la gente honrada”. Las imágenes de las carceles generaron una avalancha de reacciones alrededor del mundo por su crudeza y violencia y fueron calificadas por diversas voces como tratos crueles e inhumanos, además de ser un claro mensaje a la población sobre “quien manda” en el país.
Para contrarrestar el impacto mediático de su “estrategia” y aprovechando su alta popularidad, Bukele ha tratado de deslegitimar durante su primer año de gobierno cualquier disenso, atacando encarnizadamente a aquellos que lo critican. Tiene una relación muy tensa con la prensa, especialmente con el periodismo de investigación independiente, pero también ha criticado públicamente a organizaciones de la sociedad civil a quienes ha acusado de apoyar a las maras, por sus críticas a las medidas tomadas en las cárceles del país. Su primer año de gobierno nos deja una gran preocupación porque vemos un guion conocido en la región, que pone “entre paréntesis” las reglas del Estado de derecho por ser un obstáculo para la solución de los problemas del país. Y nos recuerda de nuevo el Perú donde -como era previsible- no funcionaron las soluciones “exprés” a problemas estructurales, donde se transgredieron principios fundamentales de la democracia y el Estado de derecho y se violaron derechos fundamentales con el pretexto de “salvar el país del terrorismo”, todo esto salpicado (y solventado) por serios actos de corrupción. Alberto Fujimori se encuentra hoy cumpliendo una pena de 25 años de prisión por corrupción y violaciones de derechos humanos en el Cuartel de Operaciones Especiales de la Policía (DIROES), al este de Lima. No queremos un nuevo Fujimori en la región.
*Este artículo fue publicado originalmente en el blog Dialogo Derechos Humanos en junio 2020.
**Directora Ejecutiva, Fundación para el Debido Proceso (DPLF)
Foto: AP Images/Salvador Melendez
[…] al caso salvadoreño, en mayo de 2021, Katya Salazar, directora de DPLF advertía que “[s]u primer año de gobierno nos deja[ba] una gran preocupación, porque v[eíamos] un guion […]