Edison Lanza*
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La pandemia del Covid-19 ha afectado no sólo la salud y la vida humana en la región. En muchos países, las restricciones de los Estados para enfrentar la pandemia se enfocaron en restringir las libertades de expresión y asociación, las reuniones públicas y otros fundamentos centrales de la democracia. Aunque algunas medidas de excepción podrían ser legítimas bajo la Convención Americana para enfrentar esta calamidad, otras fueron claramente abusivas y tuvieron como objeto mitigar o impedir los renovados ciclos de protestas. Estas restricciones llegaron en un momento especialmente conflictivo en la región, en relación con los movimientos ciudadanos que en los últimos dos años salieron a la calle para alzar su voz contra la inequidad estructural, la corrupción o para ejercer la defensa misma de la democracia.
La protesta social es un elemento esencial para la existencia y consolidación de sociedades democráticas y se encuentra protegida por una constelación de derechos y libertades que el sistema interamericano garantiza, tanto en la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre como en la Convención Americana sobre Derechos Humanos. En efecto, los derechos a la libertad de expresión, reunión pacífica y asociación garantizan y protegen diversas formas -individuales y colectivas- de expresar públicamente opiniones, disenso, demandar el cumplimiento de derechos sociales, culturales y ambientales, defender la democracia y afirmar la identidad de grupos históricamente discriminados.
De acuerdo con los instrumentos del sistema interamericano, el ejercicio conjunto de estos derechos fundamentales hace posible el libre juego democrático. Los Estados de la región, lejos de haber llegado a un consenso político y jurídico respecto a la protección de las manifestaciones y protestas, en general se han inclinado a estigmatizar a los grupos que expresan demandas a través de estos derechos y han privilegiado la represión y limitación del espacio público, producto de una concepción arraigada que considera a la movilización ciudadana como una forma de alteración del orden público o como una amenaza a la estabilidad del propio gobierno.
De allí que en los últimos años la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) y su Relatoría Especial para la Libertad de Expresión le hayan prestado especial atención a este asunto, con el objetivo de contribuir al mejor entendimiento de las obligaciones estatales dirigidas a garantizar, proteger y facilitar las protestas y manifestaciones públicas, así como profundizar los estándares que deben enmarcar la identificación de hechos de violencia no compatibles con la protesta. Esta decisión estratégica de la CIDH fue abordada a través de las atribuciones que le otorgan los instrumentos interamericanos: tanto en el sistema de casos, como a través del monitoreo de la situación y en su reciente informe sobre Protesta y Derechos Humanos. En similar sentido, las recientes decisiones de la Corte Interamericana también han venido incorporando estos estándares.
De ese modo, el diálogo es la primera obligación que deben atender los Estados ante un ciclo de protestas, y el uso de la fuerza el último recurso en este contexto, y en este caso debe ser estrictamente necesario y guiado por el uso progresivo y adecuado de elementos disuasivos no letales.
No se trata, como algunos actores han dejado traslucir, de amparar la desestabilización ni el caos. El sistema interamericano reconoce que en distintas circunstancias las protestas generan disrupción y afectan el normal desarrollo de otras actividades y derechos individuales, pero esa situación no vuelve per se ilegítimas a estas formas de expresión ni autoriza su represión indiscriminada. Se parte de la base que la protesta debe ponderarse en razón de que se trata de derechos individuales a la vez que colectivos y tienen la función de canalizar y amplificar las demandas, aspiraciones y reclamos de grupos de la población, entre ellos, los sectores que -por su situación de exclusión, subordinación o vulnerabilidad- no acceden a las instituciones de mediación tradicionales, ni a expresar sus demandas en los medios de comunicación tradicionales.
En efecto, el problema expuesto en una protesta suele agravarse cuando las autoridades, en lugar de acudir a la mediación –por difícil que ésta sea—para canalizar los reclamos, eligen la vía de la represión violenta y se involucran a las fuerzas policiales o, lo que es más grave, a los cuerpos militares, algo vedado por los instrumentos internacionales.
En esa línea, el informe al que me refiero contiene importantes definiciones: subraya que los manifestantes tienen la libertad de elegir la modalidad, forma, lugar y mensaje para llevar a cabo la protesta pacífica, y los Estados la obligación de gestionar el conflicto social desde la perspectiva del diálogo. Para ello, los Estados deben respetar el espacio excepcional que la Convención Americana establece a las restricciones legítimas a manifestaciones y protestas. También aborda la importancia creciente de Internet para organizar y llevar adelante formas de protestas, así como el rol de periodistas y medios de comunicación para hacer escuchar los reclamos de los actores de la protesta y transparentar la actuación del Estado.
Estos estándares junto a los aportes sustantivos del sistema universal –a través de los informes del Relator sobre el Derecho a la Libertad de Reunión pacífica y de Asociación y el de Libertad de Opinión y Expresión de Naciones Unidas– constituyen una guía para los legisladores que están llamados a discutir marcos legales adecuados, así como para los operadores judiciales que deben resolver asuntos vinculados con la protesta. Del mismo modo, es una referencia indispensable para los cuerpos de seguridad que tienen la obligación de proteger y gestionar el desarrollo de manifestaciones y protestas.
*Ex Relator para la Libertad de Expresión de la CIDH
Foto: Carlos Figueroa / Wikimedia Commons; Samantha Hare / Flickr; Surizar / Flickr; Brett Morrison / Flickr
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