Enseñanzas latinoamericanas para EEUU: juzgar a torturadores

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Autora: Jo-Marie Burt*

2090273618_aafee3441f_zLa publicación del resumen ejecutivo del informe sobre torturas elaborado por la Comisión Especial de Inteligencia del Senado en diciembre del año pasado ha causado un fuerte impacto, y ha reabierto internacionalmente el debate acerca del uso de la tortura por Estados Unidos tras los sucesos del 11 de septiembre de 2001. Algunos han reconocido el valor del informe y han señalado que la tortura es una práctica prohibida en Estados Unidos y por el Derecho Internacional, y que por ende los responsables deben rendir cuentas por sus actos. Quienes apoyaron la política en cuestión —incluidos aquellos que dispusieron su aplicación en primer lugar, como el ex vicepresidente Dick Cheney— han repudiado el informe, acusando a sus autores de tener una postura tendenciosa y aseverado que el uso de tortura protegió a Estados Unidos de nuevos ataques terroristas. Pero no niegan que se haya aplicado la tortura.

Como académica y activista de derechos humanos, considero que la divulgación del informe del Senado es un hecho positivo. Cuando se cometen atrocidades, es crucial que posteriormente haya una investigación rigurosa de búsqueda de la verdad. Un informe de esta naturaleza puede contribuir a esclarecer lo sucedido y determinar, sobre la base de un examen detallado de las evidencias, si tales atrocidades fueron actos perpetrados por unos pocos actores insubordinados o más bien el resultado de una política de Estado y aplicado sistemáticamente. Esto es importante, aun cuando se sabía desde hacía tiempo que el uso de la tortura fue una política oficial durante los años del gobierno de George W. Bush. Un informe de esta índole también puede suscitar un debate nacional en torno a métodos controvertidos, contribuir a que los ciudadanos evalúen y reconsideren su posición con respecto a estos métodos, y servir para determinar si deberían tener como reacción algún tipo de medidas, incluidas eventuales acciones penales.

Muchos de mis conciudadanos repudian enérgicamente la tortura, tanto dentro de las fronteras del país como en el extranjero. A lo largo de los años, he trabajado con cientos de académicos, activistas y funcionarios gubernamentales que han dedicado su vida a erradicar la tortura y otras violaciones de derechos humanos en América Latina y en otras partes del mundo. Otros creen en el discurso oficial que se repitió hasta el hartazgo durante la era Bush de que la tortura —que se designó con el eufemismo “técnicas de interrogatorio intensivas”— fue no solo necesaria sino incluso eficaz para obtener información clave que previniera ataques futuros. Albergo la esperanza de que quienes mantienen esta creencia lean el informe del Senado, ya que si lo hacen seguramente no podrán evitar sentir un profundo repudio por lo que éste revela: que el gobierno de los Estados Unidos de América, que se presenta como modelo de libertad y como defensor y promotor de los derechos humanos a nivel global, avaló el uso de la tortura, lo cual no solo constituye una aberración jurídica, sino también moral y ética. Espero que les permita reconsiderar su postura, y rechazar la tortura y su uso para siempre, tanto aquí como en el resto del mundo.

Y esto me lleva a mi segunda observación sobre el informe del Senado. Las revelaciones que contiene no solo son importantes como tales, sino que además ponen de manifiesto que el gobierno estadounidense incurrió en comportamientos de carácter manifiestamente ilegal, tanto conforme a sus propias leyes como al amparo del Derecho Internacional. La Convención contra la Tortura, que fue suscripta y ratificada por Estados Unidos (a raíz de lo cual sus disposiciones son vinculantes para el país), establece no solo la ilegalidad de la tortura, sino además la obligación de los Estados de investigar, juzgar y sancionar a los responsables de autorizar o cometer torturas. Estados Unidos viola de manera flagrante sus obligaciones internacionales al no avanzar en medidas creíbles de persecución penal contra los máximos responsables del programa de torturas. Esto debilita su posición en el escenario internacional, y dilapida su credibilidad como defensor y promotor de los derechos humanos en el mundo.

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Mis investigaciones académicas se centran en América Latina, una región que, cuando comencé a trabajar allí, se encontraba sumida en dictaduras militares basadas en la represión y guerras civiles fratricidas. Varios de los países que en las últimas dos décadas dejaron atrás períodos nefastos de autoritarismo y conflicto civil implementaron una práctica relativamente novedosa: la creación de comisiones oficiales de investigación, apodadas comisiones de la verdad, encargadas de indagar exhaustivamente los abusos del pasado, reconocer las aberraciones sufridas por las víctimas y formular recomendaciones para brindar reparación a víctimas y asegurar que estos abusos no vuelvan a ocurrir jamás. La consigna “¡Nunca más!” se convirtió en el reclamo movilizador de una generación que salía de la opresión dictatorial, y en la bandera de lucha del movimiento de derechos humanos contemporáneo.

Varios países latinoamericanos establecieron comisiones oficiales de la verdad, y encomendaron a éstas la misión de investigar los abusos de dictaduras pasadas. En la mayoría de los casos, las fuerzas militares retenían cuotas de poder que hacía que las nuevas democracias, aún muy frágiles, tomaran actidudes bastante cautelosas frente a los reclamos de juzgar a los responsables de las graves violaciones de derechos humanos. Cuando Argentina intentó hacer justamente eso, y enjuiciaron y condenaron a los altos mandos militares responsables de la desaparición de miles de opositores del régimen, los militares mostraron su descontento con varios levantamientos que llevó al gobierno a aprobar leyes de amnistía que impidieran que hubiera nuevos juicios contra otros responsables de estas violaciones. En Uruguay, el Parlamento sancionó una ley de amnistía para frenar acciones inminentes en la justicia penal ordinaria, y citó a la desestabilización en Argentina como evidencia de que el procesamiento penal de los responsables de los abusos cometidos durante la dictadura debilitaría a la democracia incipiente en el país. En Chile, si bien una comisión de la verdad investigó a los abusos ocurridos durante del régimen del General Augusto Pinochet, los responsables no fueron encauzados, por las mismas razones. Los torturadores andaron libres, mientras se arrebató a las víctimas su derecho a reclamar justicia por los abusos que sufrieron.

Hoy, años después, muchos países de América Latina han dejado atrás esta situación de impunidad por violaciones de derechos humanos. Se han derogado o desestimado las leyes de amnistía, y se han impulsado juicios penales en países como Argentina, Chile, Uruguay, Perú y Guatemala. Este no ha sido un proceso lineal ni sin oposición; sin duda, ha habido retrocesos, como lo ocurrido en 2013 cuando se revirtió la condena por genocidio contra el ex dictador guatemalteco José Efraín Ríos Montt, pero lo cierto es que América Latina lidera actualmente los esfuerzos a nivel mundial para demostrar que es posible investigar y juzgar a los responsables de graves violaciones a los derechos humanos. Algunos de los dictadores más despiadados de la región han sido juzgados y condenados —Videla, Fujimori, Bordaberry, entre otros— y esto ha contribuido a que sea en estos países donde más se ha fortalecido la democracia. La Comisión Nacional de la Verdad de Brasil, 50 años después de que un golpe militar instaurara una de las dictaduras más prolongadas de la historia latinoamericana contemporánea, difundió recientemente un informe donde describe los abusos cometidos durante el régimen militar e insta a que se juzgue a los militares responsables que aún están con vida.

¿Por qué Estados Unidos no puede juzgar a los responsables del programa de torturas? Lo cierto es que no hay una justificación válida. Y si no lo hacemos, corremos el riesgo no solo de que estas prácticas aberrantes se reiteren en el futuro, sino además de subvertir la misma democracia que tanto preciamos. La tortura es una afrenta a la dignidad humana que no puede estar justificada, en ningún caso. Y cuando se comete en nuestro nombre, tenemos la responsabilidad de actuar: ponernos de pie, exclamar “¡Nunca más!” e insistir en que los responsables sean obligados a responder por sus actos.

*Jo-Marie Burt es educadora, escritora y activista de derechos humanos. Es profesora de ciencia política en George Mason University, y asesora principal de la Oficina en Washington para Asuntos Latinoamericanos (WOLA). Puede seguirla a través de Twitter: @jomaburt

Acerca de Justicia en las Américas

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