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Autor: Daniel Cerqueira* para Americas Quarterly
Entre 2011 y 2013 la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), órgano independiente de derechos humanos de la Organización de Estados Americanos (OEA), experimentó un período políticamente bastante convulsionado. Críticas de diversos Estados miembros de la OEA – especialmente de Ecuador, Nicaragua y Venezuela – ganaron poder con la posición de Colombia y Perú, entre otros, de rechazar decisiones concretas de la CIDH. El ambiente diplomático progresivamente antagónico alcanzó su punto más álgido en abril de 2011, cuando la CIDH solicitó que Brasil suspendiera el proyecto hidroeléctrico Belo Monte, de un presupuesto de US$ 17 billones. La respuesta de la Presidenta Dilma Rousseff consistió en la suspensión de las contribuciones regulares a la OEA, el retiro del Embajador Permanente Ruy Casaes y el levantamiento provisional de la candidatura a la CIDH de Paulo Vannuchi (quien sería electo miembro de la Comisión posteriormente).
Dos meses después de la reacción virulenta al asunto Belo Monte por parte de Rousseff, el Consejo Permanente de la OEA creó un Grupo de Trabajo a cargo de preparar recomendaciones dirigidas a fortalecer el Sistema Interamericano de Derechos Humanos (SIDH). El 13 de diciembre de 2011 el Grupo de Trabajo aprobó un informe con 53 recomendaciones a la CIDH, la mayor parte referidas a procedimientos y prácticas institucionales, pero algunas buscaron limitar la capacidad y debilitar los mecanismos de la CIDH. En resumen, dicho proceso consistió en una catarsis colectiva dirigida a criticar las decisiones de la CIDH, que se constituyó también un foro para criticar a la OEA y toda institución regional considerada deteriorada por la influencia de Estados Unidos.
Tras dos años de “proceso de fortalecimiento”, la mayoría de los Estados miembros de la OEA manifestaron estar de acuerdo con las propuestas de reforma al Reglamento; políticas y prácticas institucionales impulsadas por la CIDH, las cuales incluían algunas modificaciones relacionadas con sus mecanismos de peticiones individuales y medidas cautelares. Aunque esta reforma salvó a la CIDH de lo peor – perder el soporte político de los Estados miembros y, de esa forma, su influencia – algunos gobiernos no han desistido de la cruzada contra la OEA y la CIDH. Más ampliamente, esta cruzada parece enfocarse en el desmedro de todo organismo regional cuya sigla no contenga las letras “AL” (de América Latina), “B” (de Bolivariana)” o “S” (de Sur).
Pese al cierre formal del proceso de fortalecimiento aprobado por la Asamblea General de la OEA el 23 de marzo de 2013, el Presidente ecuatoriano Rafael Correa y su Canciller Ricardo Patiño siguen planteando varias quejas y utilizando cualquier tipo de foro intergubernamental como una oportunidad para criticar a la CIDH. En lo que parece ser una estrategia para encasillarla como el órgano rebelde del SIDH, Correa ha manifestado apoyo al trabajo de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CorteIDH), habiéndole donado un millón de dólares en una visita realizada en enero de 2015. Sorpresivamente, algunos miembros de la Corte IDH han demostrado simpatía hacia el ambiguo compromiso de Ecuador con el SIDH. En la carta de invitación dirigida a Correa se describe la visita a la Corte Interamericana como una oportunidad para “renovar el compromiso de Ecuador con el trabajo del Tribunal y, a su vez, para que éste reconozca la trayectoria del Señor Presidente [Correa] en la defensa y promoción de los derechos humanos.” Dicha afirmación subestima el hecho de que cualquier campaña diplomática de agresión hacia la CIDH implica el debilitamiento de todo el Sistema Interamericano de Derechos Humanos. De hecho, poco después de su visita a Costa Rica, Correa propuso la creación de una Corte Latinoamericana de Derechos Humanos.
Mientras el activo empleo de su maquinaria diplomática hace de Ecuador uno de los actores más importantes en el juego contra la CIDH, la actitud pasivo-agresiva de Dilma Rousseff no debería pasar desapercibida. Desde 2009 Brasil no ha hecho contribuciones voluntarias a la CIDH y su contribución regular a la OEA para el año 2011 permaneció suspendida algunos meses. Durante los dos años de proceso de fortalecimiento, ningún Estado fue tan enfático como Brasil en las recomendaciones sobre medidas cautelares y el sistema de peticiones individuales. Los únicos Estados miembros de la OEA que han realizado aumentos sustanciales en sus aportes voluntarios a la CIDH recientemente son Argentina y México, quienes contribuyeron US$ 400,000 y 300,000 en el año 2013, respectivamente. Brasil y otros Estados miembros esperan que además de las reformas a sus políticas y prácticas institucionales, la Comisión debe comprometerse con una serie de actividades adicionales, pese a la reducción de su presupuesto. Tal expectativa equivale a disminuir la capacidad de la CIDH de llevar a cabo sus funciones.
Además de la falta de apoyo económico, la falta de soporte político por parte de Brasil es evidente. Desde que asumió su primer mandato como Presidenta, Dilma Rouseff aún no ha concedido una visita oficial a una delegación de la CIDH. Al ser una potencia global emergente y líder establecido en América Latina, Brasil se encuentra en una mejor posición que cualquier otro país para proporcionar refugio o permanecer callado ante la debacle del órgano de derechos humanos más antiguo del continente. A menos que Rousseff modifique la apatía con la que Brasil viene tratando a la CIDH y hable en su defensa, el innegable compromiso del Estado brasilero con los derechos humanos tendrá que convivir con un rol innoble en el “bullying diplomático” que dicho órgano regional de derechos humanos viene sufriendo.
Pueden encontrarse links a fuentes adicionales de información en la versión original en inglés.
*Daniel Cerqueira es oficial de programa sénior de la Fundación para el Debido Proceso. Sígalo en Twitter en @dlcerqueira
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