Ramiro Orias*
Las elecciones fallidas del 20 de octubre de 2019 marcan un hito fundamental en el proceso de consolidación de la democracia boliviana. Más allá de la interpretación coyuntural que unos y otros le dan a este hecho, qué si fue fraude electoral o que si fue golpe de Estado, para la memoria histórica de largo plazo, este episodio de conflicto político y protesta ciudadana será recordado como el punto final de los 14 años de gobierno del Presidente Evo Morales, el periodo presidencial continuo más prolongado de su historia republicana.
La inaplicabilidad de los límites constitucionales a la reelección presidencial, la habilitación de la candidatura del presidente en funciones a un cuarto mandato consecutivo, así como la posterior anulación de las elecciones del 20 de octubre del 2019, la renuncia del ex presidente Evo Morales, su salida intempestiva hacia el asilo político, la sucesión constitucional de la presidenta Janine Añez, su candidatura frustrada y posterior declinación, las sucesivas postergaciones de la fecha para unas nuevas elecciones en el contexto de la declaratoria de emergencia sanitaria frente a la pandemia del Covid-19, la prórroga de los mandatos en el Ejecutivo, Legislativo y gobiernos subnacionales, por términos más allá de los regularmente establecidos, constituyen datos fundamentales para comprender cómo se llegó a descomponer la democracia boliviana, hasta un extremo de excepcionalidad constitucional.
La crisis política y el estallido social que el país vivió en ese momento reflejó un proceso gradual y acumulado de debilitamiento institucional que se venía arrastrando, que no sólo comprometió el desempeño del sistema electoral, sino que encuentra sus raíces en la erosión progresiva del sistema de administración de justicia en su capacidad para tutelar los derechos ciudadanos y garantizar la separación e independencia de los poderes públicos.
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