Daniel Cerqueira*
En los últimos años, la comunidad internacional ha dado pasos significativos en los compromisos de reducción de los gases de efecto invernadero (GEI), protección y preservación ambiental; así como en el reconocimiento del medio ambiente como un derecho humano. Con ocasión del Día Internacional de los Pueblos Indígenas, el presente artículo aborda la necesidad de repensar dichos compromisos a partir de la libre determinación y de otros derechos fundamentales de tales pueblos.
Ante las proyecciones cada vez más catastróficas sobre el aumento de la temperatura global y su impacto, hemos observado una reacción vertiginosa de la comunidad jurídica internacional, plasmada en sentencias de altas cortes, resoluciones de foros intergubernamentales y órganos supranacionales, que nos permite comprender el cambio climático como un fenómeno complejo que conlleva a una serie de violaciones de derechos humanos. Hace algunas semanas, la Asamblea General de la ONU ratificó dicha comprensión, al reconocer el derecho a un medio ambiente limpio, saludable y sostenible, y su vínculo con la obligación de adoptar medidas de mitigación y adaptación al cambio climático.
Desde la Conferencia sobre el Medio Ambiente de Estocolmo, en 1972, pasando por el Acuerdo de París, de 2015, las diversas conferencias especializadas dieron lugar a los compromisos internacionales de protección del medio ambiente. Sin embargo, durante varias décadas, su consagración como un derecho humano se había limitado al ámbito del Derecho Internacional de los Derechos Humanos (DIDH), por medio de instrumentos como la Carta Africana sobre los Derechos Humanos y de los Pueblos (art. 24), el Protocolo de San Salvador (art. 11) y, en particular, a través de pronunciamientos de los órganos de los sistemas regionales y universal.
La reciente resolución 76/300 de la Asamblea General de la ONU reconoce, además, los derechos de acceso a la información, a un recurso efectivo, y a participar efectivamente en la dirección de los asuntos ambientales. Europa y Asia Central, por medio del Convenio de Aahrus, de 1998; Latinoamérica y el Caribe, a través del Acuerdo de Escazú, de 2018; y la comunidad internacional en general, con base en el Principio 10 de la Cumbre de la Tierra, de 1982; ya habían consagrado la transparencia, participación y justicia ambiental como los tres pilares de la gestión de los recursos naturales. Escazú añade un cuarto pilar, vinculado a la protección de los y las defensoras ambientales. Tales instrumentos establecen las condiciones mínimas de un “Estado de Derecho Ambiental”; es decir, la existencia de leyes, políticas e instituciones para garantizar el derecho a un medio ambiente sano y equilibrado.
Pese a la consolidación de un consenso sobre el alcance de las obligaciones estatales y de las responsabilidades empresariales en materia ambiental, nos parece necesario reflexionar críticamente sobre el protagonismo que los pueblos indígenas y tribales deben ejercer en este proceso. Son varios los ejemplos de compromisos asumidos en foros multilaterales sobre la materia en los que las reivindicaciones indígenas son ignoradas. Algunos modelos de conservación ambiental y de compensación de emisiones de GEI – tales como el comercio de créditos de carbono –, así como ciertos mecanismos de financiamiento climático, son implementados sin las debidas salvaguardias con relación a los pueblos indígenas, tolerando o incluso promoviendo el despojo territorial y la alteración de sus modos de vida.
Muchas veces, se crean reservas forestales en territorios indígenas, sin el consentimiento libre, previo e informado de las comunidades que allí habitan desde tiempos inmemoriales. Por otro lado, las ganancias provenientes de los créditos del carbono capturado en sus tierras se concentran en gobiernos, organizaciones dedicadas a la conservación ambiental e intermediarios, sin que los pueblos indígenas responsables por la preservación de sus recursos naturales perciban cualquier tipo de beneficio. Lo anterior, no obstante a que el DIDH consagra la obligación estatal de consultar a tales pueblos previo a cualquier decisión susceptible de afectarles, confiriéndoles, además, el derecho a percibir beneficios razonables por la exploración de actividades económicas en sus territorios.
La mayor parte de los esfuerzos derivados del Acuerdo de París y de las diferentes conferencias de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático se concentran en estrategias de mitigación, en la cual la transición a fuentes renovables de energía es la principal apuesta. Los territorios indígenas son un blanco particularmente vulnerable a una nueva oleada de extracción de níquel, litio, cadmio y cobalto, entre otros minerales necesarios para atender a la demanda de la nueva industria energética. Trasladar los impactos socioambientales de la anhelada transición energética a los pueblos que han preservado la mayor parte de los bosques primarios del planeta, sería replicar los errores del extractivismo predatorio que ha dado lugar a la crisis ambiental de nuestro tiempo.
Por otro lado, ante el impacto más pronunciado del efecto ya acumulado del cambio climático en sus modos tradicionales de vida y a la huella de carbono absolutamente negativa generada por los pueblos indígenas, los Estados, empresas y demás actores que convergen en las referidas conferencias de partes deben extremar los programas y financiamiento de la adaptación de tales pueblos a la nueva realidad económica, social y ambiental provocada por el calentamiento del planeta. Respetar la libre determinación indígena en el diseño y ejecución de tales programas es un imperativo de justicia ambiental en favor de quienes solo han contribuido a capturar CO2 y otros GEI en la forma de biodiversidad.
El 9 de agosto es una fecha oportuna para reflexionar sobre la necesidad de descolonizar los compromisos globales de combate al cambio climático y para reconocer el rol protagónico que los pueblos indígenas deben asumir en cualquier discusión sobre la materia.
* Director de programa de Derechos Humanos y Recursos Naturales de la Fundación para el Debido Proceso (DPLF, por sus siglas en inglés).
Foto: AP Images / Juan Karita