Historia del racismo sistémico en Estados Unidos: Reseña para los latinoamericanos y algunos paralelismos

Naomi Roht-Arriaza*

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La celebración de Juneteenth el 19 de junio conmemora la fecha en que, en 1865, se notificó de su liberación a los últimos esclavos que había en Estados Unidos. La fecha se recordó este año en todo EE. UU. con marchas en reclamo de que se reduzca el financiamiento de la policía y se aborde el racismo sistémico que sigue existiendo en el país. Estas marchas dieron continuidad a las semanas de protestas que se iniciaron con el asesinato de George Floyd y otras personas a manos de la policía. A primera vista, estos reclamos de un cambio radical pueden parecer innecesarios y extremos; en definitiva, EE. UU. tuvo hace poco un presidente negro y la esclavitud terminó hace ya mucho tiempo. Sin embargo, son producto de que, a lo largo del siglo XX y hasta hoy, las acciones gubernamentales crearon y posibilitaron el racismo institucionalizado. Estos patrones se han vuelto imposibles de ignorar con el impacto desproporcionado que el COVID-19 y el desempleo han tenido en la comunidad negra. En particular, las protestas se dan en respuesta a las iniciativas de reforma infructuosas que se han impulsado durante décadas para terminar con la muerte de personas negras no armadas por la policía en todo el país, un fracaso que tiene relación directa con el aislamiento y el control de las comunidades negras y latinas y el desfinanciamiento de los servicios destinadas a estas  comunidades. La experiencia estadounidense ofrece una perspectiva bastante clara de la persistencia del racismo y las prácticas policiales racistas en el resto de América.

  1. El racismo institucional no se manifiesta únicamente bajo la forma de esclavitud o “Jim Crow”

La mayoría de las personas en América Latina saben que la economía estadounidense se construyó con el trabajo esclavo, sobre todo en las plantaciones algodoneras, y que a mediados del siglo XIX se produjo en EE. UU. una guerra civil que culminó con la abolición de la esclavitud y con la adopción de enmiendas constitucionales que garantizaron la protección igualitaria, la ciudadanía y el derecho de sufragio a quienes habían sido esclavos. Muchos reconocen que los esfuerzos de inclusión en el período de Reconstrucción durante la posguerra se frenaron de manera abrupta en un contexto de segregación obligatoria, milicias blancas que aterrorizaban a la comunidad negra, negación de derechos electorales a los votantes negros y reimposición de prácticas esclavistas en las cárceles y las áreas rurales del país, como la aparcería o mediería. La segregación formal en el sur del país, conocida como leyes “Jim Crow”, se prohibió recién en la década de 1960, con la confluencia de decisiones de la Corte Suprema, leyes federales y el uso de fuerzas militares federales para asegurar el cumplimiento de éstas.

Sin embargo, se sabe mucho menos sobre cómo han influido en la experiencia afroamericana de los siglos XX y XXI el desinterés y las políticas gubernamentales específicas en múltiples ámbitos, desde vivienda y derechos laborales hasta la impunidad de los linchamientos y masacres o las medidas de encarcelamiento masivo. Las responsables no han sido solamente fuerzas económicas impersonales, como la desindustrialización y la despoblación de las viejas ciudades industriales del norte, sino decisiones estatales deliberadas que han producido resultados económicos, de salud y educativos intolerables y han desencadenado la indignación que actualmente vemos.

Si bien no se puede incluir aquí una reseña completa de estas políticas, se presentan a continuación algunos aspectos destacados:

• Una historia ininterrumpida de violencia, especialmente contra comunidades negras prósperas. Uno de los sucesos más conocidos fue la destrucción, en 1921, de un sector de Tulsa, Oklahoma, conocido como el Wall Street Negro, durante el cual al menos 300 personas fueron asesinadas y otras miles perdieron su vivienda. Pero también están los hechos de Rosewood, FL, en los cuales la localidad fue destruida y hasta 150 personas fueron asesinadas en 1923, y sucesos en otros vecindarios de la comunidad negra. Entre 1882 y 1968 hubo al menos 4743 linchamientos de afroamericanos, un delito que todavía no se encuentra tipificado a nivel federal. Estos no fueron brotes de violencia por parte de actores privados, sino que las autoridades locales contribuían o al menos observaban lo que ocurría, acompañadas a veces por multitudes que disfrutaban del espectáculo, y los delitos quedaban en la impunidad absoluta. Tampoco fue un fenómeno exclusivo del sur del país: muchos linchamientos ocurrieron en los estados del Medio Oeste. Estos antecedentes de violencia y subyugación mantuvieron a las comunidades negras controladas y reprimidas por fuerzas de policía y alguaciles de composición netamente blanca, que se formaron a partir de cazadores de esclavos y milicias que perseguían a miembros de la comunidad negra. Todo esto combinado con el KKK y otras milicias terroristas.

La segregación en el acceso a la vivienda se creó con el apoyo de todos los niveles del gobierno: el gobierno federal, a través de la Administración de Obras Públicas (Public Works Administration) —un organismo federal creado en la década de 1930 en el marco del Nuevo Pacto— demolió casas en vecindarios integrados para construir viviendas públicas que imponían la segregación racial. Y estableció un programa de seguros hipotecarios exclusivo para personas blancas: durante los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, la Administración Federal de Vivienda (Federal Housing Administration, FHA) y el Departamento de Asuntos de Veteranos (Veterans Administration, VA) subsidió el desarrollo de complejos habitacionales y nuevos barrios enteros para albergar a los excombatientes que regresaban del conflicto y a otras familias de clase trabajadora. Estas medidas estaban destinadas exclusivamente a personas blancas. Los blancos podían recibir educación y préstamos de vivienda a bajo costo al amparo de la Ley G.I. para excombatientes, pero obtener estos beneficios era casi imposible para quienes no eran blancos. Las familias blancas que se beneficiaron con este programa federal de viviendas de mitad de siglo obtuvieron incrementos de cientos de miles de dólares en el valor de sus bienes raíces y, por tanto, su valor agregado. En parte como resultado de esto, la riqueza total de las personas blancas suma al menos 10 veces más que la de las personas negras.

El “delineamiento rojo” (redlining) fue un proceso por el cual la Sociedad de Préstamos para Propietarios de Hogares (Home Owners’ Loan Corporation, HOLC), un organismo federal, asignó calificaciones a los vecindarios como criterio para orientar las inversiones. La política lleva ese nombre debido a los vecindarios rojos o “riesgosos” que se consideraron los más peligrosos, en gran parte debido a que albergaban a minorías raciales. La política de delineamiento rojo fue explícitamente discriminatoria y obstaculizó la posibilidad de los residentes de obtener préstamos para la compra o el mantenimiento de viviendas, y esto generó ciclos de desinversión. La situación se agravó por el uso de cláusulas restrictivas que limitaron la venta de viviendas en vecindarios “blancos” a otras personas blancas y, posteriormente, por los proyectos de “renovación urbana” de la década del sesenta, que, en la práctica, dividieron o destruyeron a los vecindarios negros y provocaron el desplazamiento de miles de personas.

• La educación en Estados Unidos se financia mayormente a nivel local, a través de los impuestos sobre la propiedad. Es por eso que las disparidades residenciales se traducen en disparidades educativas. Esto explica por qué, en 2016, los distritos escolares donde la población es mayoritariamente blanca recibieron fondos estatales y locales por una diferencia abrumadora de USD 23 000 millones más que aquellos con una composición poblacional no blanca, pese a que prácticamente contaban con la misma cantidad de alumnos. También explica por qué, desde la década de los sesenta, las comunidades mayormente blancas reaccionaron al mandato de integración en las escuelas separándose legalmente de las ciudades y creando nuevas localidades y distritos escolares en los suburbios.

• Las leyes laborales, incluso en su momento de auge, se diseñaron para favorecer a los trabajadores blancos. A comienzos del Nuevo Pacto de los años 30, la Ley de Recuperación Nacional estableció salarios más bajos en las industrias en las que predominaban los trabajadores negros; más tarde, las leyes sobre Seguridad Social (pagos por ancianidad y discapacidad) y las Normas Equitativas de Trabajo (Fair Labor Standards) excluyeron de su alcance a ocupaciones desempeñadas predominantemente por afroamericanos (y más tarde por latinos), como por ejemplo, la agricultura y el servicio doméstico.

Analizar estos usos deliberados de las políticas estatales, que se conjugan con la impunidad de la violencia contra los afroamericanos (y otras minorías como chinos y latinos), permite entender el reclamo de que se reconozca y se corrija el racismo sistemático que existe en Estados Unidos.

  1. Violencia policial, ausencia de reformas y el llamado a “desfinanciar la policía”

Los videos en los que se ve a policías que matan a personas negras que no están armadas se han vuelto algo común. El aberrante video que registra el asesinato de George Floyd es apenas el último ejemplo. De hecho, en los últimos cinco años, el número de muertes causadas por policías se ha mantenido estable, en algo de 1000 al año. El 24 % de las personas asesinadas en esas circunstancias son negras, aunque componen tan solo el 13 % de la población. Luego de cada muerte se implementan una serie de reformas: capacitación para el apaciguamiento de la violencia y para contrarrestar los perjuicios implícitos, normas sobre el uso de la fuerza, uso de cámaras sujetas al cuerpo, incorporación de más agentes pertenecientes a minorías y decenas de acciones más. Sin embargo, en esta ronda de protestas contra la violencia policial, los activistas están exigiendo cambios más fundamentales y profundos, que incluyen recortar los presupuestos policiales excesivamente abultados para financiar diversos servicios sociales que se encuentran relegados, una propuesta que se resumen en la consigna “desfinancien a la policía”.

Son varios los obstáculos estructurales que dificultan que se afiance una verdadera rendición de cuentas policial. Estados Unidos es un conjunto de 18 000 organismos policiales municipales, de condado, estatales y federales, y son muy pocas las veces en las que el gobierno federal intercede en la actuación policial local. Hay redes formales e informales que están dedicadas a mantener el statu quo: los sindicatos policiales se oponen a la mayoría de las reformas, y las donaciones empresariales a las fundaciones de las fuerzas policiales representan una fuente de ingresos sobre la cual no se rinden cuentas. En muchos departamentos se han infiltrado redes de supremacismo blanco. Más de 8000 departamentos de policía han obtenido equipos militares adicionales sin costo alguno a través del Programa 1033, que permite que las fuerzas militares les traspasen equipos de combate usados, siempre y cuando los pongan en uso en un plazo breve. Este programa de militarización, que se suspendió durante la presidencia de Obama, ha sido reactivado y es uno de los factores responsables de que se usaran tanques y gases lacrimógenos contra los manifestantes pacíficos.

Apenas el 1 % de los casos de muertes causadas por policías han sido objeto de persecución penal entre 2013 y 2019. Los fiscales son renuentes a presentar cargos contra policías, en parte porque es muy difícil ganar esos casos ante jurados poco comprensivos. A diferencia de otras jurisdicciones, los casos civiles y penales en EE. UU. Se tramitan por vías totalmente separadas, de modo que si las víctimas de abusos policiales quieren obtener resarcimiento, deben presentar una demanda por daños y perjuicios separada del proceso penal. En esa instancia, deben enfrentarse a la doctrina de la inmunidad calificada que formuló la Corte Suprema de EE. UU. La doctrina dispone que la policía no será civilmente responsable a menos que el demandante demuestre que el agente vulneró “derechos estatutarios o constitucionales claramente establecidos que una persona razonable debería haber conocido”. La víctima debe identificar una decisión anterior de la Corte Suprema de Estados Unidos, o de un tribunal de apelación federal en la misma jurisdicción, en la que se haya dispuesto la ilegalidad o inconstitucionalidad de exactamente la misma conducta en las mismas circunstancias. Dado que no hay dos casos iguales, son muy pocos los supuestos en los que los demandantes pueden cumplir dicho estándar, incluso cuando el accionar de la policía haya sido aberrante. Aunque la Corte Suprema ha tenido oportunidades para cambiar esta doctrina judicial, hasta el momento no lo ha hecho. Como resultado de esta doctrina, es muy difícil que haya rendición de cuentas externa por hechos de violencia policial; de hecho, la policía gana la mayoría de los casos en su contra.

Por eso no resulta sorprendente que el movimiento actual pida el desfinanciamiento de la policía. Esto no implica abolir la policía y no dejar nada en su lugar, sino mas bien repensar cómo debería ser la actuación policial durante el siglo XXI. La propuesta es apartar a la policía de tareas que impliquen interacción con las personas sin techo, la violencia doméstica o la salud mental, y destinar esos fondos a mejorar los servicios civiles en estas áreas, además de disponer mayores fondos para los servicios comunitarios en general. Los reclamos para que se derogue la inmunidad calificada, se disuelvan los departamentos de policía y se contrate a nuevos agentes (como se hizo en Camden, NJ), se ponga coto a los sindicatos policiales y se desmilitarice la policía forman parte de una agenda más amplia para terminar, de una vez por todas, con el racismo sistémico e institucionalizado.

  1. ¿Qué paralelismos pueden identificarse con América Latina?

Es posible trazar un paralelismo con la experiencia del racismo en América Latina. Al igual que en EE. UU, el racismo se instaló desde un primer momento, con la experiencia colonial del trabajo forzado a través de los mandamientos y repartos de la población indígena, además de la esclavitud. Con la independencia, las leyes sobre la vagancia y el robo legalizado de tierras  empujaron a la población nativa a la aparcería quasi-feudal y la migración estacional, algo que se acompañó con teorías discriminatorias sobre el “atraso” de los grupos indígenas.  Aun las leyes aparentemente neutrales, como las que reconocían las tierras individuales, pero no colectivas, o que permitían la apropiación pública de tierras que no se sembraban durante una cierta cantidad de años (como ocurrió en Perú o México), en la práctica lo que hicieron fue despojar a las comunidades indígenas de sus medios de subsistencia y obligarlas a migrar a las ciudades como trabajadores marginales. Son muchos los ejemplos de leyes discriminatorias: hasta 1980, en Perú no se permitía votar a las personas analfabetas (en su mayoría, miembros de la población nativa), y en Guatemala no se permitía hasta en 1944. Al igual que en EE. UU., el derecho laboral ofrece menos garantías a las profesiones desempeñadas mayormente por personas indígenas. Del mismo modo que en EE. UU., la práctica policial fue violenta y buscó impedir que las poblaciones nativas se rebelaran y mantenerlas separadas de las temerosas clases altas de ascendencia española. Durante más de 500 años, las revueltas y los intentos de resarcir el despojo de tierras han recibido la misma respuesta violenta. Y al igual que en EE. UU., la ideología y los estereotipos racistas han perpetuado, normalizado y sustentado políticas públicas que posibilitaron una discriminación profunda y generalizada contra las poblaciones indígenas en toda la sociedad.

Uno de los aspectos más esperanzadores del momento actual en los EE.UU. es la participación, mucho más que antes, de personas de ascendencia europea/blanca en las protestas y las demandas de cambio.  Nuevas conversaciones entre la juventud, manifestaciones y pancartas en barrios mayoritariamente blancos, y encuestas de opinión pública demuestran una nueva voluntad de discutir estos temas a nivel de toda la sociedad.  En Latinoamérica, las discusiones sobre derechos indígenas han surgido en su mayor parte de las mismas comunidades indígenas. Quizás las protestas solidarias en todo el hemisferio contra el racismo y la violencia policial den paso a una nueva era, en la que se cuestionen los patrones actuales y se intente resarcir la discriminación sistémica en toda América. Ese momento ha estado largamente postergado.

 

*Presidenta del Consejo Directivo DPLF y profesora titular en la Facultad de Derecho del Hastings College of the Law de la Universidad de California.

 

Foto: Tim Dennell/Flickr

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