Ciudadanos, jueces y estado de derecho

Luis Pásara*

No hay democracia ni estado de derecho sin ciudadanos. La esencia de esa relación fue puesta en relieve en la definición de ciudadanía propuesta por Marshall: “sentido directo de pertenencia a una comunidad, con base en la lealtad a una civilización que es compartida. Es una lealtad de hombres libres dotados de derechos que son protegidos por un orden legal común a ellos” (Marshall T. H. y Tom Bottomore, Citizenship and Social Class. London: Pluto Press, 1992, p. 24). El ciudadano, agente fundador del estado de derecho, es un hombre libre a cuya “condición corresponde inseparablemente la igualdad ante la ley” (Bendix, R. Nation-Building and Citizenship. Studies of our Changing Social Order. New York: John Wiley & Sons, 1964, p. 72), entendida no solo como formulación legal sino como un conjunto de prácticas efectivas, regidas por derechos y obligaciones susceptibles de ser coactivamente exigidos (Tilly, Charles, ed., Citizenship, Identity and Social History, International Review on Social History, supplement, num. 3, 1995). La vía para exigirlos y reconocerlos, en su momento, es la administración de justicia.

Nada de eso ha sido –y, en alguna medida, aún no es– realidad en América Latina, donde los países fueron conformados jurídicamente en el siglo XIX sobre la base de lo que Escalante llamó “ciudadanos imaginarios” (Ciudadanos imaginarios. Memorial de los afanes y desventuras de la virtud y apología del vicio triunfante en la República Mexicana. Tratado de moral pública. México: El Colegio de México, 1992); esto es, la proclamación de la condición de ciudadanos por un orden legal que, en los hechos, operaba, más bien, como un orden político que “descansaba sobre la eficaz gestión de la desigualdad” (Op. Cit., p. 90). Como observó Octavio Paz para el caso mexicano, “La ideología liberal y democrática, lejos de expresar nuestra situación histórica concreta, la ocultaba” (El laberinto de la soledad. México: Fondo de Cultura Económica, 1984, p. 110). Eso fue lo que hicieron constituciones y códigos, inspirados en grandes principios jurídicos, rutinariamente importados, que guardaban poca o ninguna relación con la realidad.

La falta de reconocimiento efectivo de derechos y obligaciones –tanto en la vida cotidiana como ante los tribunales– ha venido a constituir aquello que se ha denominado “ciudadanía de baja intensidad”. Esta corresponde a individuos que padecen de determinado nivel de “pobreza legal” –no exactamente equivalente a la pobreza[1]–, que los inhabilita para comparecer en condiciones de igualdad ante el sistema jurídico, dadas su incomprensión del orden normativo y del funcionamiento de sus instituciones, su dificultad para pagar un abogado que les preste un servicio profesional eficiente y su carencia de otros recursos –informales– para acceder al sistema y obtener de él un resultado favorable. Si se toma en cuenta el hecho de que en muchos países de la región estos ciudadanos legalmente pobres son mayoría entre la población, se advierte la magnitud del desafío de alcanzar una justicia significativamente distinta a la que se ha tenido en América Latina y que habría de ser un eje fundamental del estado de derecho.

En rigor, la idea de estado de derecho es una idea extraña a la cultura jurídica latinoamericana, entendida esta como realidad social y no como producto bibliográfico. Si se revisa el lugar del derecho en el Estado colonial, debe reconocerse que la administración de justicia, “delegada por el rey en cargos que en su momento incluso fueron subastados” (Ots Capdequí, J.M. El Estado español en las Indias. México: Fondo de Cultura Económica, 1986), distó mucho de la tradición anglosajona donde nació y desarrolló la noción de Rule of Law. Tampoco las tradiciones indígenas, allí donde existían, eran portadoras de los componentes constitutivos del estado de derecho: normas preestablecidas que estatuyen derechos del ciudadano y un tercero encargado de aplicarlas imparcialmente.

En la cultura jurídica latinoamericana, las gentes de derecho se nutrieron principalmente de una tradición hispano-francesa que en su versión clásica administró justicia como parte del ejercicio del poder y en su versión revolucionaria quiso restringir al juez a ser “boca de la ley”. Como resultado de la herencia colonial, la cultura jurídica propia de los abogados se halla caracterizada por la debilidad de la ley que es acatada formalmente, al tiempo que se preserva en los hechos los privilegios que esa misma ley proscribe. Binder (“La cultura jurídica, entre la tradición y la innovación”, en Pásara, Luis, ed., Los actores de la justicia latinoamericana. Salamanca: Ediciones Universidad de Salamanca, 2007) ha señalado la doblez de nuestro juego jurídico, que pone de lado la efectividad social del derecho y pervive en correspondencia con las necesidades del autoritarismo y la arbitrariedad prevalecientes, revestidos estos de legalismo para justificar sus decisiones. La “debilidad selectiva” de la ley se manifiesta en una aplicación irregular y antojadiza, y se mantiene a través del formalismo y el ritualismo, según este autor.

No se cuenta con suficiente base empírica para formular en categorías sólidas una caracterización de la cultura jurídica popular en la región. Sin embargo, los resultados de diversos sondeos de opinión, el entusiasmo con el que se admite –e incluso se exige– que se aplique ampliamente la prisión preventiva a quienes no han sido condenados y la reiteración de los linchamientos, entre otros hechos, sugieren que, en cierta medida, vastos conjuntos de nuestra población están más cerca de la venganza del “ojo por ojo y diente por diente” que de la justicia proclamada en constituciones y leyes. Es una formación marcada por la contradicción: de un lado, exhibe una visión altamente impregnada por el legalismo, que busca una y otra vez en la producción de normas la vía para cambiar la realidad y, de otro, confía en la “mano dura” como forma de resolver conflictos –confianza que explica el éxito de políticos como Fujimori o Bolsonaro–. La paradoja subsiste, pese a los importantes niveles de desconfianza hacia el aparato del Estado y, en particular, el de justicia.

América Latina no ha ofrecido un terreno adecuadamente abonado para la noción de estado de derecho. De allí que la justicia haya sido concebida principalmente –tanto por sus operadores como por sus usuarios– como un lugar para resolver pleitos y no como un mecanismo de control sobre el ejercicio del poder, requerimiento fundamental para contar con un estado de derecho. Cobro de deudas, demandas alimenticias, delitos contra la vida y contra el patrimonio, y otros conflictos entre particulares han cargado de trabajo el aparato de la justicia. En cambio, la discusión sobre la constitucionalidad de las leyes y la legalidad de las decisiones administrativas solo recientemente ha aparecido como un asunto efectivamente concerniente a la justicia; a esto último hay que añadir la observación de que en varios países de la región se ha creído necesario crear una institución distinta al poder judicial –un tribunal constitucional, usualmente de origen manifiestamente político– para hacerse cargo de la tarea, en tácita descalificación de los jueces ordinarios para asumirla.

En América Latina, justicia y poder han mantenido, pues, históricamente una relación, al mismo tiempo, asimétrica y promiscua. Esto es, el aparato de justicia ha sido percibido como “naturalmente” subordinado a otros poderes, tanto legalmente constituidos como fácticos, entre los que están los grandes intereses económicos al lado de los del crimen organizado. Y esa supeditación ha operado en un terreno apropiado para un intercambio, siempre desigual, de nombramientos por decisiones judiciales. La literatura latinoamericana ilustra de manera vívida esta relación en la que el poder –múltiples poderes, corregiría Foucault– controlan la tarea de la justicia cada vez que les haga falta. En novelas y cuentos de nuestros narradores, la justicia aparece dibujada como un aparato siniestro del que los pobres solo pueden esperar agravios y desengaños.

Conocido antes solamente en los libros, superficialmente estudiado en asignaturas de derecho constitucional, y rara vez asociado a la función judicial, el concepto de estado de derecho ha llegado a la región entre los contenidos de lo que Huntington denominó exitosamente “la tercera ola” de democratización. Y este concepto llegó para ser absorbido, como ocurrió y sigue ocurriendo con ideas y nociones importadas al subcontinente, sin un esfuerzo crítico que cotejara los diferentes contextos –el de origen y el receptor– y, al efectuar una depuración, permitiera que el concepto fuera verdaderamente asimilado, esto es, con potencialidad para causar efectos reales y duraderos.

La incorporación de la noción de Rule of Law ha sido incentivada por el hecho de que vino con esa fuerte ola llegada a la región, que instauró el mercado y redefinió el papel del Estado. Pero la historia de estos poderes judiciales no los había preparado para desempeñar el nuevo rol exigido. En la trayectoria de muchos de ellos, independencia e imparcialidad no destacan; lo contrario ha sido lo usual, como se comprobó a propósito de las violaciones masivas de derechos humanos ocurridas en países como Guatemala, Argentina, Chile y Perú. En todos aquellos casos de extensas violaciones de derechos y libertades, la mayoría de los jueces –si no todos– miraron hacia otro lado siempre que de su posible acción habría de derivarse un enfrentamiento con el poder.

No obstante, en las últimas décadas algo ha cambiado. Alberto Fujimori fue condenado a 25 años de prisión por un tribunal peruano en 2007. Desde entonces, otros cuatro ex presidentes –Alejandro Toledo, Ollanta Humala, Alan García y Pedro Pablo Kuczynski– han sido sometidos a proceso. En Guatemala, la vicepresidenta Roxana Baldetti ha sido condenada, mientras que dos ex presidentes –Álvaro Colom y Otto Pérez Molina– y el actual presidente Morales se hallan sometidos a procesos judiciales. El ex presidente de El Salvador Rafael Callejas también fue condenado. Rafael Correa, ex presidente de Ecuador, tiene una orden de detención internacional y lo espera la prisión preventiva ya dictada. Esa misma medida ha sido evadida hasta ahora por la ex presidenta argentina Cristina Kirchner, amparada por el fuero parlamentario. En cambio el ex presidente brasileño Lula da Silva se halla en prisión.

El escándalo multinacional de la empresa brasileña Odebrecht ha conducido a que fiscales y jueces en Brasil y otros países asuman el papel que tienen asignado según el estado de derecho. En la actuación, sin precedentes, de algunos actores disidentes que han aparecido en el sistema, más que en cambios legales –o en nuevas constituciones con promesas de refundación nacional que al cabo se demuestran falsas–, reside la posibilidad de un cambio efectivo en este terreno.

*Senior Fellow, DPLF

[1] Si bien los pobres tienden a ser también legalmente pobres, no todo pobre legal es pobre. Los sectores medios, cuando confrontan una situación jurídicamente conflictiva, a menudo se encuentran desprovistos de criterios para enfrentarla con conocimiento y recursos personales, por lo que quedan entregados al consejo y los servicios de un abogado cuyo desempeño profesional ni siquiera pueden evaluar certeramente.

Foto por: Staff Sgt. Nicholas RauReleased |  VIRIN: 130821-F-EB935-051.JPG

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