Leonor Arteaga*
En 1982 corrían tiempos peligrosos en El Salvador. La guerra civil oficialmente había empezado dos años antes, y para entonces, las fuerzas de seguridad ya habían cometido una serie de masacres contra población campesina en todo el país. En agosto de ese año le llegó el turno al departamento de San Vicente. La Fuerza Armada lanzó una importante operación en áreas consideradas por el gobierno como semilleros de la insurgencia. A medida que se difundía la noticia de la ofensiva militar, las comunidades empezaban a huir hacia las montañas, pero no todas las personas lograron ponerse a salvo.
Después de varios días de bombardeos, el 22 de ese mes de agosto, soldados armados atacaron la región por tierra. En las riberas del río Amatitán, el temido Batallón Atlacatl –que meses antes había ejecutado cerca de 1000 personas en El Mozote–, concentró a por lo menos 200 personas, entre ellas mujeres embarazadas, ancianos, niños y niñas, en una zona conocida como “El Calabozo”, por su profundidad. Ahí fueron asesinadas con lujo de barbarie. Posterior a su ejecución, según relatos de sobrevivientes, algunos cuerpos fueron lanzados al río y muchos otros habrían sido rociados con ácido, quemados, a fin de imposibilitar su identificación. El horror de esta sucesión de escenas daba cuenta de un plan orquestado al más alto nivel y ejecutado con precisión.
Años más tarde, gracias a investigaciones de sobrevivientes y organizaciones de derechos humanos, se conoció que la Fuerza Armada denominó a dicha operación “Teniente Coronel Mario Azenón Palma”; bajo la misma acción militar se cometieron otras masacres más, así como la desaparición de, al menos, veinticinco niños y niñas.
En marzo de 1993, la Comisión de la Verdad, auspiciada por Naciones Unidas en el marco de los Acuerdos de Paz, publicó su icónico informe, incluyendo a El Calabozo en su listado de los 32 casos paradigmáticos de los patrones de la violencia de la guerra. Sus conclusiones sobre el caso fueron categóricas: “existen pruebas suficientes de que el 22 de agosto de 1982, efectivos del Batallón Atlacatl dieron muerte deliberadamente a más de doscientos civiles, hombres, mujeres y niños, que habían apresado sin resistencia (…) A pesar de las denuncias públicas del hecho, las autoridades salvadoreñas negaron los hechos. Aunque expresaron haber hecho una investigación, no existe rastro alguno de su existencia. La masacre del El Calabozo fue una seria violación del derecho internacional humanitario y del derecho internacional de los derechos humanos”.
La Comisión también señaló que “el 8 de septiembre, dos semanas después de los hechos, la masacre fue reseñada por el diario The Washington Post. El ministro de defensa, general José Guillermo García, declaró que se había hecho investigación y que no había ocurrido ninguna masacre. Reiteró esta negativa en entrevista con la Comisión”. En 2016, García fue deportado desde los Estados Unidos hacia El Salvador, por su involucramiento en este y otros hechos violatorios de derechos humanos. Desde 2017, está siendo juzgado por su responsabilidad en los delitos cometidos en El Mozote, mientras estaba al mando de la defensa nacional.
El proceso judicial
El fin de la guerra trajo consigo esperanzas de justicia, que muy pronto quedarían truncadas. En 1992 familiares y sobrevivientes de la masacre de El Calabozo, presentaron una denuncia ante el tribunal del lugar de la matanza (Juzgado de Primera Instancia de San Sebastián). El juez de la época ordenó algunas investigaciones, que nunca se realizaron. Tras la aprobación de la Ley de Amnistía de 1993, aunque ésta no fue formalmente aplicada al caso concreto, la investigación perdió impulso y eventualmente el proceso fue archivado.
Por su parte, las víctimas, acompañadas por el Centro para la Promoción de los Derechos Humanos “Madeleine Lagadec” (CPDH), continuaron la lucha por esclarecer el crimen y mantener viva la memoria de lo ocurrido.
En 2006, tras reunir más evidencias, presentaron una acusación formal ante el mismo tribunal de San Sebastián, que se sumaba a la denuncia inicial. En esta ocasión señalaron a 6 altos jefes militares, entre ellos Sigifredo Ochoa Pérez, por 5 delitos graves cometidos durante la masacre, y pidieron la reapertura del caso. Para entonces, una nueva jueza continuó la línea de negaciones: ordenó que la causa permaneciera en “estado de archivo”, argumentando la vigencia de la amnistía y la prescripción.
La Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema al rescate
En 2010, las víctimas y sus representantes presentaron una demanda de amparo ante la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia, contra el tribunal de la zona, por la denegación del derecho de acceso a la justicia.
Las cosas no se movieron hasta 2016. En julio de ese año, la Sala, en una decisión largamente esperada, dictaminó la inconstitucionalidad de la Ley de Amnistía de 1993, respecto de todos los delitos de lesa humanidad y aquellos crímenes de guerra constitutivos de violaciones a las garantías fundamentales del Protocolo II adicional a los Convenios de Ginebra, cometidos por cualquiera de los bandos que participaron del conflicto, tales como los consumados en El Calabozo.
La Sala también dijo que los fiscales debían dar prioridad a los casos mencionados en el informe de la Comisión de la Verdad, y a los que hayan sido objeto de investigación e imputaciones por las autoridades correspondientes, en lo que encaja El Calabozo.
En noviembre de ese mismo año, 2016, la misma Sala resolvió favorablemente el amparo presentado en 2010: declaró que la negativa judicial de investigar la masacre generaba violación a derechos constitucionales de las víctimas sobrevivientes y ordenó la reapertura del caso para determinar a los responsables.
La reapertura de las investigaciones
Finalmente, para diciembre de 2016, en aplicación de ambas sentencias –la de amnistía y el amparo– el caso fue “desarchivado” por el tribunal a cargo del juez Joaquín Humberto Padilla; pero no se avanzó.
Casi un año más tarde, en noviembre de 2017, la Sala hizo un nuevo llamado al tribunal, a través de una resolución de seguimiento al amparo otorgado. Esta vez, el juez empezó a caminar en la dirección correcta, probablemente siguiendo los pasos de lo que ha venido ocurriendo en el juicio de El Mozote. Primero, el juez Padilla solicitó al Ministerio de la Defensa, información sobre el historial militar de los acusados identificados por las víctimas, en su petición de año 2006. La respuesta aún no se recibe. Esta resistencia a colaborar con la justicia por parte de las fuerzas armadas de hoy, en épocas de democracia, no es de extrañar: se repite, casi invariablemente, cada vez que se les requiere alguna información en su poder.
Pese a ello, el proceso penal sigue abierto y en marcha. En enero de 2018, el mismo juez ordenó una inspección en el lugar de los hechos, y recientemente se han practicado más exhumaciones que confirman lo relatado por los sobrevivientes.
En esta nueva etapa, el CPDH ha seguido representando a las víctimas, ahora con apoyo de abogados de la organización Cristosal, quienes también son los querellantes en el caso de la masacre de El Mozote.
La Fiscalía General
Este proceso sigue el ritmo de otras causas judiciales que se han reabierto tras la invalidación de la ley de amnistía. El juez se guía por la legislación procesal penal de le época, de corte inquisitivo, lo que le faculta a conducir las investigaciones, aunque en la práctica, la lógica del caso, las evidencias y los argumentos desarrollados, siguen las pautas que marcan los querellantes que representan a las víctimas. La Fiscalía, si bien no obstruye las investigaciones, como lo hizo en décadas pasadas, todavía se muestra pasiva, en ocasiones por falta de conocimientos especializados en materia de crímenes internacionales, como los acontecidos en El Calabozo, y en otras, por falta de voluntad de su más alto representante, el Fiscal General.
Sin desmerecer el esfuerzo del grupo de fiscales a cargo de este y los otros casos de la guerra, sin amnistía ni prescripción, el resultado de impunidad ha variado poco: diligencias de investigación dispersas que no parecen responder a una clara teoría del caso, y que no forman parte de una estrategia especializada para este tipo de crímenes; poca iniciativa para presentar pruebas, y dificultad para seguir líneas de investigación que tomen en cuenta el contexto y la información que ya las víctimas han presentado en el proceso.
Se debe recordar que, según los estándares de debida diligencia, en casos como el presente, las autoridades encargadas de la investigación tienen el deber de asegurar que en el curso de las mismas se valoren los patrones sistemáticos, y la estructura en la cual se ubicaban las personas probablemente involucradas en los mismos, evitando así omisiones en la recaudación de prueba y en el seguimiento de lógicas de investigación.
Información desclasificada de EEUU ofrece evidencia sobre uno de los acusados en el caso
En 2015, el Centro de Derechos Humanos de la Universidad de Washington (UWCHR, por sus siglas en inglés) demandó a la Agencia Central de Inteligencia (CIA) de los Estados Unidos, por ocultar documentos sobre el coronel salvadoreño Sigifredo Ochoa Pérez. Según ese Centro, la información que la CIA se negaba a entregar estaría relacionada con la participación del militar retirado en violaciones graves de derechos humanos, ocurridas en los primeros años de la guerra, en los departamentos de Cabañas, Chalatenango y San Vicente, incluida la masacre de El Calabozo, mientras habría comandado tropas o asistido con sus tropas a otros destacamentos militares.
Ante las peticiones del UWCHR, la Agencia Central de Inteligencia (CIA, por sus siglas en inglés) respondió que no podía afirmar ni negar la existencia de archivos que contengan información sobre el involucramiento de Ochoa Pérez en operativos militares que terminaron en masacres en contra de población civil. Arguyendo razones de seguridad nacional, se rehusaron no solo a entregar los documentos, sino a reconocer su existencia.
El periódico salvadoreño El Faro reportó en abril de 2015, que, en una entrevista sobre su presunta participación en El Calabozo, Ochoa Pérez afirmó que sobre él «inventan cualquier cosa». El coronel en retiro, además, insistió en que su trabajó fue defender al país y combatir a la guerrilla con fuerza y fuego «porque ellos no andaban tirando flores». Hasta ahora no se tiene conocimiento que la Fiscalía esté usando esta información como parte de sus investigaciones.
Como resultado de la demanda, la CIA le entregó al UWCHR copias de 140 documentos, más de la mitad de los cuales no habían sido desclasificados anteriormente. Entre ellos, un documento de inteligencia nombra a Ochoa como quien planificó y lideró el operativo Azenón Palma, en el marco del cual sucedió la masacre en comento.
En 2017, el UWCHR planteó una nueva demanda, esta vez mucho más amplia, en contra del Departamento de Defensa de los Estados Unidos, por negarles acceso a documentos que tuvieran relación con los hechos de tres acciones militares – la Operación “Rescate”, en el marco del cual sucedió la masacre de El Mozote; el Operativo “Mario Azenón Palma” en el marco del cual sucedieron las masacres de El Calabozo y La Conacastada, y decenas de desapariciones forzadas; y el operativo en Chalatenango popularmente conocido como “la Guinda de Mayo”, donde también se ejecutaron y desaparecieron a cientos de personas. Esta demanda, que aún sigue su curso, ha resultado en la entrega de 43 documentos, de los cuales 37 se conocen por primera vez (es decir, no habían sido desclasificados anteriormente). Se espera la entrega de la siguiente tanda de documentos en las próximas semanas.
Aparte de las demandas planteadas, la UWCHR ha abierto más de 500 solicitudes de información ante agencias del gobierno federal estadounidense sobre abusos cometidos durante la guerra en El Salvador, resultando en la entrega de numerosos documentos relevantes.
El reconocimiento simbólico
En agosto de 2016, mientras el proceso penal se estancaba, el gobierno a través de la Secretaría de la Cultura, y por iniciativa de las víctimas, declaró como “bien cultural protegido” al sitio de la memoria donde ocurrió la masacre.
Un año después, en agosto de 2017, durante el 35 aniversario de los hechos, el mismo gobierno realizaba un acto de reconocimiento público y perdón por los hechos ocurridos, por recomendación de la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos. La actividad se llevó a cabo en el lugar de la barbarie, donde la comunidad y las victimas construyeron un momento a la memoria y dignidad hace varios años. Liduvina Magarí, Vice Ministra para los salvadoreños en el Exterior, del Ministerio de Relaciones Exteriores, presidió el acto en nombre del Presidente del país. Yo, la que escribo estas líneas, estuve presente y pude atestiguar la importancia que este evento tuvo para quienes por décadas se sintieron invisibles ante la oficialidad.
Ciertamente, ambas acciones marcaron otro tipo relación con el Estado, basada en un trato más digno y el restablecimiento de cierta confianza. Para las poblaciones de la zona, que fueron atemorizadas y perseguidas por agentes estatales en la guerra, esos gestos se transformaron en uno de los pocos momentos en el Estado les prestó atención, y se hizo cargo del daño causado.
Sin embargo, esa validación pública de su dolor –relevante y necesaria, insisto – se contradice con el insuficiente apoyo que el gobierno da a los procesos de justicia, sumado al escaso interés de las autoridades judiciales por llegar a la verdad de lo sucedido, encontrar los cuerpos que sea posible y castigar a los autores. Las víctimas, en el acto de reconocimiento reclamaron esta deuda pendiente. También sintieron que el arrepentimiento, la petición de perdón y la voluntad de no repetición, no serán completamente satisfactorias, en tanto no provengan de los perpetradores mismos o del sector al que pertenecieron. La Fuerza Armada, como la institución democrática y sujeta al poder civil que es hoy, se ha negado a revisar su pasado y no muestra distanciamiento con el legado de atrocidades.
Lo que viene
Este caso llega cuando el país ha estado redefiniendo su mirada sobre el pasado y representa una oportunidad sin precedentes para dar respuesta a un importante sector de la sociedad que ha esperado por décadas el esclarecimiento de la verdad. Sin embargo, también es cierto que en los próximos meses se dará un cambio de Fiscal General, de varios miembros de la Corte Suprema de Justicia y de buena parte del gobierno. Los resultados de esas selecciones, cualesquiera que sean, no deberían significar el fin de la justicia por las atrocidades, que apenas comienza.
Será importante observar si el tribunal podrá llevar a cabo una investigación eficaz que concluya de forma reparadora para las víctimas y basada en el debido proceso. De ser así, será un significativo paso adelante para demostrar que el sistema de justicia penal en El Salvador está a favor del nunca más.
[*]Leonor Arteaga Rubio es Oficial Sénior de Programa de la Fundación para el Debido Proceso (DPLF), especialista en temas de justicia transicional.