Por: David Lovatón Palacios[1]
Publicado originalmente en El Juego de la Suprema Corte blog de la Revista Nexos

En el derecho comparado, en términos gruesos, hay dos grandes sistemas de selección y nombramiento de jueces: el sistema político a cargo del Poder Ejecutivo, del Parlamento o de ambos y el sistema profesional a cargo de un Consejo de la magistratura o de la judicatura, con rango constitucional y autónomo de los Poderes del Estado. En nuestro continente, en la primera orilla se ubican países como Estados Unidos, México o parcialmente Brasil, en tanto que en la otra orilla países como Colombia, Perú o Guatemala.
En América Latina, con una judicatura tradicionalmente sometida al poder político de turno o al poder económico, hace dos décadas hubo una corriente muy fuerte para migrar del sistema político al sistema profesional en la selección y nombramiento de jueces, partiendo del diagnóstico que –históricamente- la designación política había sido la expresión de ese sometimiento napoleónico de la judicatura al poder político. De esta manera, en las nuevas Constituciones que algunos países del continente aprobaron a partir de la década de los noventas, se consagraron Consejos de la magistratura o de la judicatura, autónomos de los Poderes del Estado e incluso con participación de representantes de sociedad civil (colegios profesionales, universidades, entre otros).
Más de dos décadas después de esos cambios constitucionales, el balance no es el que se esperaba, al menos no del todo. Si bien esta migración ha profesionalizado la carrera judicial y ha desterrado las formas más burdas de injerencia política, no ha logrado reducir significativamente la corrupción política, económica o criminal en la justicia, que ahora opera a través de redes o mecanismos más sofisticados.
Por ello, la lección que desprendemos de este proceso en América Latina, en el que muchos países migraron del sistema político al profesional y otros –como México- se mantuvieron en el primero, es que lo que realmente importa de cara a propiciar una mayor independencia de nuestros jueces, son las garantías que en ambos sistemas se establezcan. En el caso del sistema político, las autoridades que eligen cuentan con un espacio de discrecionalidad, no de arbitrariedad; es decir, esta elección no puede hacerse de cualquier manera sino que está sujeta a determinados parámetros jurídicos y de ética pública.
Desde esta perspectiva, en el caso mexicano creemos que uno de los más elementales criterios que el señor Presidente y el Parlamento deben asegurar es que los(as) candidatos(as) a ocupar el cargo de Ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, no tengan como único mérito –o el principal- ser o haber sido miembros de los partidos políticos que los van a elegir.
Ciertamente toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento y de conciencia (artículos 12º y 13º Convención americana) y, en ese sentido, que un(a) candidato(a) tenga una orientación ideológica determinada, no lo invalida para ser designado(a) Ministro(a) de la Suprema Corte. Lo que lo invalida es que –reiteramos- su único o principal mérito sea su cercanía o militancia con un partido político determinado, no su afinidad ideológica.
Así, el candidato(a) a Ministro(a) de la Suprema Corte debe mostrar –como mérito principal- una trayectoria profesional y personal de tutela de los derechos fundamentales y del Estado de derecho. Sería altamente nocivo para la legitimidad de la justicia, nombrar candidatos(as) con serias denuncias de corrupción o de abusos de poder o que, en lo personal, hayan incumplido obligaciones alimentarias o tengan cuantiosas deudas impagas en el sistema financiero. Demás está decir que también sería nocivo designar candidatos con graves denuncias de violencia doméstica o acoso sexual.
Ahora bien, en este punto es innegable que se produce una tensión entre derechos fundamentales. Por un lado, los derechos del candidato(a) a la presunción de inocencia, derecho de defensa, honra y dignidad (Artículos 8º y 11º Convención americana); por otro lado, el derecho de la sociedad en su conjunto a contar con jueces y tribunales independientes y autónomos (artículo 8º Convención americana). En el Estado constitucional, estas tensiones no se resuelven priorizando uno de los derechos sino ponderando ambos en cada caso concreto.
En el caso de candidatos(as) a Ministro(a) de la Suprema Corte, esta tensión debería resolverse equilibrando o ponderando todos los derechos en tensión: no condenar en forma pública ni por anticipado a ningún candidato(a) con serios cuestionamientos como los reseñados, pero, a la vez, tutelar la independencia de la Suprema Corte, lo que en este caso debería suponer no designar a candidatos(as) con graves cuestionamientos o denuncias, pues el daño que se le haría a la independencia judicial sería desproporcionalmente grave en relación a la tutela de los derechos de los candidatos(as), a quienes –reiteramos- no se les estaría condenando sino sólo no eligiendo para ese cargo.
La jurisprudencia del Tribunal europeo de derechos humanos ya ha consolidado que la justicia no sólo debe ser independiente, sino también parecerlo; criterio que la jurisprudencia interamericana también ha incorporado. En consecuencia, la apariencia de independencia es un parámetro constitucional que también debe ser observado al momento de elegir a Ministros de la Suprema Corte, pues permite identificar a los(as) candidatos(as) que no ofrecen –frente a la sociedad- garantías mínimas de independencia e imparcialidad.
Por ese camino, la designación política de jueces –legítima en el derecho comparado- no derivará en un indebido reparto partidario de la Suprema Corte y los mexicanos y mexicanas podrán contar con Ministros(as) que –de ser el caso- los protegerán contra los abusos del poder, haciendo primar la lealtad hacia la justicia sobre lealtades partidarias o personales. Aunque parezca duro decirlo, un(a) juez(a) auténticamente independiente deberá estar dispuesto –llegado el
[1] Abogado y magister en derecho constitucional. Profesor principal de la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP) y consultor de la Fundación para el debido proceso (DPLF, por sus siglas en inglés). Fue representante de la sociedad civil en la Comisión especial de reforma integral de la administración de justicia (Ceriajus) del Perú.