¡Eso no es desarrollo!

Autor: Daniel Cerqueira* para Asuntos del Sur

Kevin DooleySegún Alfred Korzybski, el conocimiento de la realidad está condicionado a filtros impuestos por el sistema nervioso y por los sistemas conceptuales asociados a las palabras. Dicha premisa fue graficada de forma más sencilla en una ponencia en que el filósofo polaco-estadounidense ofreció galletas a sus alumnos, algunos de los cuales fueron persuadidos por los comentarios sobre el sabor del obsequio. Lo masticaron apaciblemente hasta que el maestro enseñó un paquete luciendo la expresión: “galletas para perros”. Ante el asombro e impulso por vomitar de varios de ellos, Korzybski aseveró que los seres humanos comen no solo alimentos, sino palabras, y que el sabor de estas cambia frecuentemente el de aquellos.

La denominada “semántica general” desarrollada por Korzybski ha influenciado diferentes ámbitos del conocimiento, pero es probable que requiera algunos ajustes en la esfera del discurso político. Allí, el cambio involuntario de sabor se convierte en un juego deliberado de desazón. Gana quien logra convencer a la mayor cantidad posible de personas de que ciertas palabras son insípidas y, como tal, incapaces de modificar la realidad que buscan representar.

La historia de América Latina está plagada de palabras de esa naturaleza. Entre las décadas de 1950 y 1980 expresiones enraizadas en la llamada “doctrina de seguridad nacional” inspiraron la narrativa de gobiernos dictatoriales y sus simpatizantes. “Restauración del orden interno”, “proceso de reorganización nacional”, “amenaza subversiva” e “ingerencia del comunismo internacional” fueron algunas de las expresiones que generales autoproclamados presidentes emplearon para justificar la usurpación de la institucionalidad democrática, el terrorismo de Estado y las violaciones sistemáticas de derechos humanos.

Con el fin de la Guerra Fría los modismos castrenses dieron lugar a un nuevo modismo importado no más de la Escuela de las Américas, sino de la de Chicago y de instituciones financieras multilaterales con sede en Washington D.C. Es así que “estabilización macroeconómica”, “austeridad fiscal”, “disminución del rol del Estado en la actividad productiva” y “liberalización del comercio” (paquete definido por John Williamson como “el consenso de Washington”) impregnaron las políticas económicas de los países de la región. Otras expresiones que bien podrían haber sido sacadas de manuales de gerencia de empresas buscaron endulzar una amarga realidad caracterizada por la brecha cada vez más pronunciada entre riqueza y pobreza extremas, y la ruptura del compromiso de bienestar social por medio de políticas de redistribución de renta y promoción del pleno empleo.

Son varios los modismos latinoamericanos en que una realidad amarga es representada por expresiones dotadas de un dulzor efímero. La violencia heredada de la conversión de aparatos estatales de seguridad en bandas criminales, así como la impunidad provocada por la obsecuencia del Poder Judicial y Fiscalía con los crímenes de Estado son tan solo dos ejemplos del legado de las dictaduras militares. El modismo neoliberal merece el galardón de haber hecho surgir proyectos políticos personalistas con inclinaciones demagógicas, la politización de la función social del Estado y una creciente polarización entre los defensores de dicha función y quienes aún creen en soluciones de mercado.

Entre los modismos más recientes, hay uno particularmente pernicioso por la velocidad en que avanza y su capacidad de adecuarse a los más variados tintes ideológicos. En los últimos años varios países de la región han promovido la concesión masiva de proyectos de exploración y extracción de minerales, hidrocarburos y derivados de biocombustibles. Dicha tendencia ha sido acompañada del diseño de mega-proyectos de infraestructura, tanto para la producción de energía como para la exportación de materias primas. Los efectos de ese boom extractivo vienen siendo endulzados por gobiernos y voceros de las empresas, en su mayoría transnacionales, quienes suelen compartir un discurso de descrédito contra quienes defienden formas tradicionales de subsistencia. Es así que “anti-mineros”, “ambientalistas dogmáticos” y “enemigos del desarrollo” son las expresiones que usualmente califican quienes se oponen al modelo de extracción a gran escala. A su vez, “utilidad pública”, “interés nacional” y “desarrollo integral” suelen ser la consigna de los entusiastas de dicho modelo.

Guardados los innegables beneficios de los proyectos de desarrollo social y ambientalmente sostenibles, el meollo de la controversia parece radicar en el significado de esa palabra tan desgastada por el juego del discurso político: “desarrollo”. Desde México hasta Chile, pasando por Panamá, Ecuador y Brasil tal vocablo ha sido empleado como sinónimo de dos cosas: i) satisfacción de demandas sociales, siendo los impuestos y empleo generados por los mega-proyectos un medio idóneo para alcanzar tan noble finalidad; y ii) un majestuoso crecimiento del producto interno bruto. Mientras que gobiernos autodenominados de izquierda suelen poner énfasis en lo primero, los que evitan u objetan dicho rótulo tienden a enfocarse en lo segundo.

Ante las lecciones aprendidas de modismos anteriores, es una cuestión de tiempo ver como expresiones seleccionadas por los promotores del nuevo boom extractivo darán lugar a un relato mucho más indigesto de los impactos ambientales, el riesgo para la supervivencia de comunidades enteras y la conflictividad social que viene en alza en prácticamente todos los países de la región. A esa altura es probable que el desarrollo prometido por la extracción a gran escala de recursos naturales pierda su dulzor y se convierta en una palabra incompatible con la realidad de comunidades que defendieron el uso sostenible y armónico de su territorio. Tal vez sea una ocasión para considerar que “desarrollo” es una de esas palabras que poseen tantos sabores como para que su empleo, sobre todo en el ámbito del discurso político, genere desconfianza.

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(*) Daniel Cerqueira es oficial de programa sénior de Due Process of Law Foundation, con sede Washington DC. Obtuvo una maestría en Estudios Legales Internacionales con distinción honorífica por la Universidad de Georgetown, Estados Unidos, y actualmente cursa una maestría en el programa Estado de Derecho Global y Democracia Constitucional por la Università degli Studi di Genova, en Italia. Anteriormente, obtuvo el título de licenciado en Derecho por la Universidade Federal de Minas Gerais y en Relaciones Internacionales por la Pontifícia Universidade Católica de Minas Gerais, ambas en Brasil. De enero de 2006 a enero de 2014 trabajó como abogado de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), desempeñándose como especialista en derechos humanos en diferentes secciones de su Secretaría Ejecutiva. Tw: @dlcerqueira

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