Santiago Martínez Neira*
El pasado 29 de junio, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) sometió a la Corte Interamericana (Corte IDH) el caso “Integrantes y Militantes de la Unión Patriótica (UP).” En su informe final sobre el fondo, la CIDH encontró que agentes del Estado, y particulares actuando con tolerancia y aquiescencia de aquellos, incurrieron en múltiples violaciones a los derechos humanos, incluyendo ejecuciones extrajudiciales, desapariciones forzadas, actos de tortura y estigmatización en perjuicio de más de 6000 víctimas, todas ellas vinculadas a la UP.
En el plano jurídico, este caso plantea cuestiones interesantes. De acoger los argumentos de la CIDH, la Corte IDH calificaría por primera vez en su jurisprudencia un ilícito internacional como “crimen de exterminio”, a la luz del Estatuto de Roma. Teniendo en cuenta que la Corte IDH sólo puede comprometer la responsabilidad internacional de los Estados y no la responsabilidad penal de individuos, cabe preguntarse cuál es el efecto de dicha calificación a nivel doméstico. En otras palabras, cómo deben recibir los jueces penales y, en especial, los ministerios públicos y las fiscalías (titulares de la acción penal en sistemas acusatorios) un eventual fallo de la Corte IDH, en el que caracteriza una determinada violación de derechos humanos como crimen de lesa humanidad.
En el plano político, este caso llega en un momento oportuno para Colombia. La generación de colombianos que, como yo, nació a finales de los años 80 y comienzos de los 90, poco conoce este triste episodio de la historia de nuestro país. La UP es un partido político que nació en 1985 tras las negociaciones de paz entre grupos armados ilegales y el gobierno de Belisario Betancur. Los miembros de este partido, conformado por desmovilizados de las FARC, el ELN y dirigentes de izquierda, fueron sistemáticamente perseguidos, atacados y exterminados por grupos paramilitares, narcotraficantes y agentes de las fuerzas de seguridad del Estado, dejando un saldo de víctimas tan escandaloso como lamentable. Entre ellas, se destaca el excandidato presidencial Bernardo Jaramillo Ossa, quien anunciaba durante su campaña: “yo sé que me van a asesinar”.
Con los recientes acuerdos de paz, exintegrantes de las FARC dejan nuevamente las filas y entregan sus armas para reintegrarse a la vida civil y participar en política. Como ocurrió en los años 80, Colombia pasa por un periodo marcado por el asesinato de líderes sociales y desmovilizados de las FARC. Sería ingenuo e indolente no recibir con sospecha y preocupación las palabras del exministro de Defensa, quien afirmó contundentemente que estos asesinatos son en su “inmensa mayoría fruto de linderos y faldas”, como si las denuncias obedecieran a meras coincidencias — lo cual es difícil de creer tras el exterminio de la UP —, o como si éstos hechos fueran poco importantes y no entrañaran problemas profundos como son la excesiva inequidad en la concentración de la tierra y una cultura machista que mata.
Tres décadas y algo más después de que empezara el exterminio de la UP nos encontramos en una situación parecida. Nos corresponde a los colombianos y a las fuerzas de seguridad del Estado demostrar que las cosas han cambiado, que ahora somos un país mejor, y que atrás quedó la persecución y el exterminio en contra de quienes dejan las armas para hacer política. En buena medida, de eso se trata la paz.
Este caso llega tarde para las víctimas, que siguen sin recibir una adecuada reparación, pero llega en un momento oportuno para la memoria histórica del país y la transición hacia la paz, de suerte que no repitamos los errores del pasado y no nos veamos sumergidos en otra ola de violencia de magnitudes inusitadas.
*Abogado colombiano, asistente de investigación en la Iniciativa contra la Tortura del Centro de Derechos Humanos y Derecho Humanitario del Washington College of Law, American University.
Foto: InfoBAE