Reformar la justicia en Perú: Nuevo intento

Luis Pásara*

Durante el mes de julio, una catarata de escándalos recayó sobre el sistema de justicia peruano. Una sucesión de “audios” que todavía siguen apareciendo han revelado conversaciones de un juez de segunda instancia que probarían relaciones delictivas con organizaciones criminales y otra serie de grabaciones sugieren que un juez de la Corte Suprema estaría asociado a diversos asuntos impropios del cargo. El primer juez se halla en detención provisional y el segundo ha sido suspendido del cargo mientras el Congreso decide su futuro.

Desde septiembre de 2000, cuando se conoció el primero de los “vladivideos” –en los que el asesor presidencial de Fujimori, Vladimiro Montesinos, repartía dinero entre empresarios, jueces, periodistas y otras figuras públicas para obtener sus servicios– “audios” y “videos” se han convertido en el principal instrumento para remecer el escenario político peruano. Gracias a estos audios, la justicia acaba de convertirse en protagonista de arreglos turbios y acomodos sucios.

El presidente Martín Vizcarra, que se hizo cargo a fines de marzo en reemplazo de Pedro Pablo Kuczynski cuando este se vio forzado a renunciar por sus vínculos con la trama de sobornos de la empresa Odebrecht, reaccionó rápidamente ante las denuncias de escándalo sobre una administración de justicia corrompida. Nombró una comisión de siete respetadas personalidades para que propusieran, en un plazo de doce días, medidas urgentes. La Comisión para la reforma del sistema de justicia ha hecho un trabajo meritorio al producir, en tan corto plazo, un conjunto de propuestas destinadas a iniciar un nuevo esfuerzo para transformar la justicia del país. Ha tenido el acierto de recoger diagnósticos y proyectos previos para formular sus diez recomendaciones.

Varias de ellas son concretas y, de ser ejecutadas, introducirán mejoras. Por ejemplo, el señalamiento de la Oficina de Normalización Previsional como una fuente de litigios innecesarios, un litigante estatal perverso que tiene setenta mil procesos en la justicia, a partir de una política institucional que niega o mezquina pensiones obligando al ciudadano a ir a un juicio que toma años antes de que se reconozca su derecho. Cambiar de política y desistir de los procesos en los que la ONP se ha embarcado irrazonablemente puede ser muy positivo.

Acaso el balance general del informe deje la impresión de que presta mayor atención a la corrupción en la justicia que a la calidad del servicio que esta brinda. Con ser sumamente grave, la infección extendida que los audios están mostrando en toda su capacidad abarcadora no es el único mal del enfermo. La baja calidad del producto que ofrece –las investigaciones que el Ministerio Público hace mal o no hace, las decisiones inexplicables que los jueces adoptan– es de igual o mayor importancia. El informe menciona esto último, pero en definitiva el asunto queda sobrepasado por el acento puesto en controles y sanciones para combatir a los corruptos.

En materia de nombramientos judiciales y fiscales, que es un punto neurálgico del sistema, el informe parte de un acierto, consistente en no volver al mecanismo político de nombramientos, que Kuczynski tuvo la ocurrencia de proponer como solución alternativa al mecanismo del Consejo Nacional de la Magistratura (CNM). Es preferible tener un Consejo autónomo que no tenerlo. El problema es quiénes deben integrarlo. Y la Comisión ha propuesto una forma de reclutamiento limpia: el concurso público de méritos. No obstante, con esta fórmula el problema se traslada a quiénes deciden en ese concurso.

Allí es donde la propuesta de la Comisión resulta insatisfactoria. Se propone cinco miembros para que esté “integrada por el Presidente del Poder Judicial, quien la presidirá, y por los titulares del Ministerio Público, del Tribunal Constitucional, la Defensoría del Pueblo y la Contraloría General de la República”. Todos ellos son autoridades estatales y, en el clima actual del país, su legitimidad de origen está, cuando menos, afectada: dos de esos propuestos miembros fueron nombrados en su momento por el CNM (presidente del Poder Judicial y Fiscal de la Nación, acerca de quien también hay audios corrosivos); los otros tres (presidente del Tribunal Constitucional, Defensor del Pueblo y Contralor General) han sido designados por el Congreso, la institución del régimen político que mayor rechazo produce hoy en la ciudadanía, según indican los sondeos de opinión.

Las personas que desempeñan esos cargos pueden ser honorables o no. Pero, en cualquier caso, su imagen está tocada por la crisis de indignación y desconfianza generalizada respecto de las autoridades que vive el país. No parece una buena idea encomendarles escoger a los futuros miembros del CNM, añadiendo a las facultades de nombrar, ascender, sancionar y destituir a jueces y fiscales, la función extraordinaria de revisar las decisiones adoptadas por el destituido Consejo saliente. Por lo menos, habría que oxigenar la composición de la Comisión con dos o tres ciudadanos que estén por encima de toda sospecha. Que todavía los hay.

Una observación lateral tiene que ver con los plazos de la reforma del CNM y la resultante provisionalidad de jueces y fiscales que va a prolongarse en el tiempo. Según indica el informe de la Comisión, en el Poder Judicial hay actualmente 700 jueces que ejercen provisionalmente; esto es, que no han sido designados para el cargo que desempeñan. En el supuesto de que la reforma constitucional propuesta para cambiar la composición del CNM sea aprobada por el Congreso –donde una mayoría que responde al fujimorismo no parece entusiasta por dar el sí–, su posterior ratificación popular mediante referéndum y la organización del concurso mismo para integrar el CNM van a tomar largos meses en los cuales jueces y fiscales provisionales se multiplicarán. Si los jueces y fiscales pueden ser presionados, quienes están en el cargo provisionalmente lo son más, y la presión será mayor si se conecta con alguna de las autoridades que integrarían la Comisión encargada del concurso. Mal asunto.

El propuesto Consejo para la reforma de la justicia, integrado por las cabezas de los poderes del Estado, parecería imponerse como una necesidad. Sin embargo, hay que observar que la experiencia internacional no ha sido exitosa: se convierte en una institución protocolar o, mediante el mecanismo de delegación de representación, sus reuniones entre personajes de segunda fila pierden relevancia. Todo depende de que sus integrantes tomen en serio la responsabilidad. Y eso, por supuesto, está por verse. Porque los antecedentes en Perú no son prometedores: políticos y autoridades han preferido quitarse de encima el asunto de reformar la justicia durante las cuatro o cinco décadas que lleva en la agenda pública. En efecto, Perú es el caso más antiguo de reforma de la justicia, que se inició en 1970 y ha producido muchos cambios, pero pocas mejoras.

Finalmente, la Comisión ha puesto el cascabel al gato cuando responsabiliza a los abogados de parte de los problemas de la justicia. Como subrayó el presidente Vizcarra en su mensaje del 28 de julio, los abogados distan de ser auxiliares de la justicia. Una buena porción de los abogados litigantes son especialistas en trabar, entorpecer o engañar en los procedimientos en los que intervienen. Son gentes con título profesional para las cuales los conocimientos –que cualquier universidad dudosa certifica sin dificultad– son lo de menos; lo que importa son las mañas. Entre ellas, la corrupción, que no es la única.

Peor que la corrupción que los abogados operan en la justicia es el engaño sistemático a clientes que creen tener un profesional a cargo de su caso y, en realidad, no reciben de él ningún servicio útil. Basta leer los escritos innocuos e intrascendentes que se presentan a diario en los juzgados para darse cuenta del simulacro de defensa profesional que practican miles de colegas.

¿Qué propone la Comisión? Uno está tentado de responder “nada”. Lo que no es exacto. En rigor, propone medidas totalmente ineficaces: enseñar ética en las facultades de derecho y en los colegios de abogados, como si la honestidad fuera materia de enseñanza, como si la lealtad al cliente tuviera que ser “aprendida” y aprobada en un curso. Además, se propone considerar agravante el participar en la comisión de un delito como estudiante de derecho o abogado. Y se comisiona a los colegios de abogados determinadas tareas de control sobre la conducta profesional.

Ambas propuestas son inútiles. Los jueces casi nunca sancionan a un abogado que incurre en faltas para las que ya está previsto en la ley que el juez imponga castigos. Son colegas, al fin y al cabo, y “uno no sabe las vueltas que da la vida…”. ¿Qué haría que con una modificación legal esa cultura de complicidad se vea alterada? Peor ingenuidad es esperar que los colegios de abogados apliquen sus códigos de ética a los propios integrantes. Un examen de procesos disciplinarios, hecho en el Colegio de Abogados de Lima, me demostró hace años que la expectativa de sanciones gremiales sobre la inconducta profesional equivale a confiar en que el olmo produzca peras.

El cambio de los abogados, como el de la justicia en general, requeriría un cambio cultural muy profundo. Hay que plantear y discutir medidas en esa dirección. ¿Por qué no se educa al ciudadano, desde la escuela, para que conozca sus derechos y entienda cómo está organizado el sistema de justicia, de modo que no dependa de la “traducción” de los abogados? Más aún, ¿tiene sentido mantener la defensa cautiva, esto es, reservada a manos de abogados que desempeñan malamente su tarea?

La propuesta de la Comisión no pretende agotar el tema, ni mucho menos. Tiene, pues, que ser leída también como una invitación a un debate en el que se profundice y se amplíe la dimensión de la reforma del sistema de justicia.

*Senior Fellow de DPLF.

Foto: Palacio de Justicia, Lima (Por: Patty Ho)

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