Luis Pásara*
Cuando me hice abogado, el tratamiento de la prensa a los procesos judiciales era relativamente conciso y discreto. Los casos que conocía la justicia –como aquellos que eran investigados por la policía– merecían cortas notas informativas, circunscritas a dar cuenta de los avances del asunto, usualmente relegadas a páginas interiores. Salvo casos sobresalientes –en razón de los protagonistas o de circunstancias extraordinarias– los asuntos judiciales usualmente merecían poca atención.
¿Qué ha hecho que, en estos tiempos, las notas referidas a asuntos que ocupan a los tribunales sean materia de primeras planas en los diarios y de titulares en los noticieros de televisión, que en su desarrollo parecen competir con las decisiones judiciales, incluso adelantándose a ellas? En estas notas se presta atención al curso seguido por justicia y medios de comunicación hasta llegar a la desembocadura actual, al tiempo que se propone algunas pistas para identificar las razones subyacentes a ese proceso.
El sistema de justicia, terreno abonado
La desconfianza social respecto a la justicia es antigua y se asienta sobre su mal funcionamiento crónico. La literatura de nuestros países ha ilustrado, a menudo sobre la base de hechos reales, tanto un sistema de justicia sumamente deficiente como el rechazo social que genera. Sobre esto último, encuestas y sondeos de opinión comprueban periódicamente el alto nivel de insatisfacción ciudadana con una justicia que es, ante todo, ininteligible para la mayoría pero además se muestra lenta, cara e inclinada a favor de quien tiene poder político o económico.
Los linchamientos que se multiplicaron en varios países durante las últimas décadas responden, usualmente, a esa percepción y al consiguiente desengaño respecto de ese “poder del Estado”. En ciertos casos, ladrones que habían sido detenidos y puestos en libertad, probablemente mediante un soborno, recibieron luego “justicia” en medio de una asonada, sin proceso ni sentencia. La justicia por mano propia es un recurso extremo y bárbaro que en estos tiempos se explica, cuando menos en parte, por la desesperanza que el aparato de justicia ha sembrado.
Sin embargo, no solo “los de abajo” sienten desconcierto y recelos acerca de la justicia. En el terreno de los negocios, una justicia que tarda o no llega hace imposible o muy difícil que se exija el cumplimiento de un contrato. De allí que, a lo largo de las últimas décadas, el arbitraje, pactado anticipadamente por las partes, sea la vía preferida por las grandes empresas, precisamente para evitar tener el pleitear ante los jueces. Esto ha conducido a un campo nuevo de ejercicio profesional, muy bien remunerado, en el que ser árbitro es una especialidad y comparecer ante un tribunal arbitral requiere un alto nivel de competencia como abogado, muy superior al del clásico abogado litigante ante el Poder Judicial.
En el terreno político, los jueces, en general, también han decepcionado a quienes esperaban que ejercieran el control de constitucionalidad y de legalidad sobre los actos de gobierno. Cada golpe militar producido en nuestra historia contó con la anuencia tácita o explícita de la corte suprema de turno. Cuando se vivió un periodo de violaciones masivas de derechos humanos –como ocurrió en Guatemala, Chile, Argentina o Perú– apenas unos cuantos jueces –arriesgando no solo su cargo sino la integridad personal– hicieron aquello que su responsabilidad les obligaba a hacer. Fueron la excepción, no la regla. Los derechos humanos proclamados solemnemente en los textos y de cuya vigencia estaban encargados los jueces, se volvieron letra muerta.
Las expectativas que pudieron haber generado sucesivos intentos de reforma de la justicia no han sido satisfechas a lo largo de las últimas décadas. Los cambios efectivamente producidos, en definitiva, no han logrado desterrar los viejos males. Probablemente muchos latinoamericanos han pasado de la expectativa a la desilusión o, cuando menos, al escepticismo. Ese tránsito resulta acelerado cuando se descubre –casi siempre mediante iniciativas de investigación ajenas al propio aparato de justicia– la existencia de redes delictivas que incorporan a jueces y fiscales.
En suma, el malestar ciudadano con la justicia –insatisfacción, desconfianza o rechazo– no corresponde a un estado de humor social pasajero. Se trata de una actitud ciudadana que proviene de la decepción acerca de una institucionalidad cuyo funcionamiento no responde ni a lo que la ley dispone ni a lo que se espera de ella, y por lo tanto deja al ciudadano de a pie en el desamparo. Quienes hemos trabajado cerca de los procesos de reforma hemos constatado, una y otra vez, una inherente incapacidad institucional para advertir defectos, diagnosticar problemas, diseñar mejoras y enmendar rumbos.
El papel asumido por los medios de comunicación tiene que ser comprendido en ese marco donde se ha ubicado la justicia institucional al recorrer una trayectoria degenerativa. Es en ese mismo marco que los “juicios” llevados a cabo en los medios se han multiplicado y engrosado hasta competir con –o incluso sustituir a– los procesos judiciales.
Los medios, entre la competencia y la corrupción
En las últimas décadas los medios de comunicación se han constituido paulatinamente en un poder cuya credibilidad supera al de muchas otras instituciones. Más aún, en su proceso de crecimiento los medios se han alimentado del descrédito de instituciones como los partidos políticos, el parlamento y el sistema de justicia. En determinada medida, los han reemplazado como “lugar” para ventilar los asuntos públicos, concitando una audiencia relativamente importante que se halla desengañada por el funcionamiento de las instituciones tradicionales.
El éxito de una empresa periodística se ha cifrado en su capacidad para competir en la tarea de obtener, procesar y transmitir información que, en cierta medida, desnuda las carencias de otras instituciones y se alimenta de ellas. Los medios han dejado de ser simples transmisores de noticias y ellos mismos son parte de la noticia. Los hechos sociales son tales o importan en la medida en la que alcanzan un lugar en los medios y lo que no está en ellos “no existe”.
Este desarrollo llevado a cabo en cada país corresponde a una renovación del papel de los medios en el mundo. La transformación tecnológica ha hecho posible la aparición, desde el mundo de la comunicación, de protagonistas de primera fila; uno de los primeros fue CNN pero muchos otros han seguido esa ruta. Y, en los últimos años, los canales disponibles en YouTube vía streaming han abierto caminos alternativos a un uso, relativamente barato, de formas de comunicación masiva.
Un instrumento clave en ese proceso es el periodismo de investigación, una forma de ejercicio periodístico que hace cuarenta años no existía en América Latina y veíamos con incredulidad en Todos los hombres del presidente a mediados de los años setenta. Se ha convertido en una especialidad respetada que, a diferencia del reportaje de calle, consulta fuentes y archivos, coteja datos y verifica tesis antes de publicar. En muchos casos, una buena investigación periodística es la que lleva a un proceso judicial, invirtiéndose los roles respectivos de medios y justicia; esto es, no es el medio el que da cuenta de lo que ocurre en el proceso sino es el que guía la tarea de fiscales y jueces.
Por cierto, ese acrecentamiento del papel de los medios no está exento de los males que penetran la sociedad toda. En primer lugar, la dependencia de los medios respecto de poderes e intereses económicos, o de sesgos ideológicos; en segundo lugar, la corrupción que, extendida en las relaciones sociales, encuentra en la utilización de los medios un vehículo muy importante. El curso de profesionalización de los medios no los ha independizado de modo suficiente, ni de la vinculación con grupos de poder que los utilizan en provecho propio, ni de las necesidades que impone competir en el mercado de la información, pagando en ocasiones el precio del sensacionalismo.
Competir informativamente, en el marco de nuestras sociedades, ha llevado a la utilización del morbo de la audiencia para ganársela. Como es evidente cada día, la competencia, así motivada, no tiene límites, ni por el respeto al honor de las personas, ni por la reserva que debe guardarse en ciertos procesos judiciales. Esto último permite que los abogados de las partes entreguen información –cierta o falsa, verdadera o sesgada– de los mismos a los medios, en la medida en que su difusión beneficie a su cliente. Para evitar acciones judiciales, los medios recurren al adjetivo “presunto” y a la forma condicional en los verbos.
Una vez capturado el interés del lector, el auditor o el televidente, se le da aquello que es de interés (para alguien) transmitir. En México existe, desde hace mucho, “el periodicazo”, que consiste en comprar una primera plana o el titular de apertura del noticiero nocturno para promocionar (o descalificar) a una persona o un asunto. En el Perú, Vladimiro Montesinos, el asesor de Alberto Fujimori, se sirvió sistemáticamente tanto del “alquiler” de los medios de comunicación existentes como de la financiación de nuevos pasquines que decían exactamente aquello que él dictara de acuerdo a las necesidades de la dictadura.
Con el propósito de competir o con el de servir a determinados intereses, en los medios se señala, acusa y sanciona socialmente muchos casos que, de acuerdo a las disposiciones legales, debieran ser de competencia exclusiva del sistema de justicia; entre esos casos se encuentran algunos que han sido tratados, o pueden serlo, de manera benigna o complaciente por fiscales o jueces. En los medios se presenta los hechos –no siempre fielmente, para acentuar su espectacularidad–, se interroga testigos, sopesa elementos probatorios, examina y discute hipótesis, y en definitiva se establece o descarta responsabilidades en el campo civil, y culpabilidades o inocencias en el campo penal. Los resultados, con mucha, poca o ninguna base, a su vez son reproducidos en la impunidad de los mensajes y comentarios difundidos en las redes sociales.
El contraste entre las conclusiones de los juzgamientos paralelos alimenta la distancia entre el ciudadano y el aparato de justicia. No obstante, en la medida en que esta situación se ha estabilizado, caracterizando a justicia y medios, se ha transitado desde un estatuto de conflicto entre dos partes hasta un formato de perniciosa colaboración. Es la mutua utilización con fines de beneficio irregular para cada parte. Los unos facilitan información a los otros, a cambio de recibir de ellos un buen tratamiento o de apoyar determinada opción que han decidido tomar. Los otros se prestan al juego por el que obtienen primicias o “exclusivas”.
Con la introducción de la reforma en el procedimiento penal, el papel de los fiscales se ha visto acrecentado. En los procesos de algún interés público los fiscales filtran sistemáticamente información a periodistas de confianza en diarios y televisión; por esta vía, la información que se difunde permite al auditorio seguir al detalle y casi en tiempo real los entretelones de una investigación fiscal o un proceso judicial; en particular, las revelaciones de un candidato a “colaborador eficaz” adelantan al público dichos que no han sido corroborados o sobre los que no hay ningún otro elemento que el testimonio del compareciente. Quien resulta perjudicado por él tendrá que ver cómo se defiende, haciéndose cargo de que el principio de presunción de inocencia ha sido demolido por una portada de diario o una “exclusiva” en un programa dominical de televisión, que buscan incrementar así lectoría o audiencia.
Pero, claro, se trata de un intercambio de favores. El fiscal o el juez cumplen su parte al entregar material que debiera ser tratado de manera confidencial mientras el caso no llegue a un juicio oral y público. Y el periodista cumple la suya al presentar ese material de un modo que retrata al magistrado del caso, a veces de manera excesivamente notoria, como un justiciero merecedor de reconocimiento. En el trato todos ganan: unos logran publicar un “notición”, los otros consiguen mejorar puntos para un ascenso o, más institucionalmente, levantar en una pequeña medida la alicaída imagen pública de su institución. Claro está que ninguna de las partes está pensando de manera responsable en la tarea de administrar justicia.
Un balance negativo
En los medios, cuando la intención es recta, se inicia la cobertura de un caso desde cierta desconfianza –que no es un simple prejuicio sino que tiene fundamentos– y que concibe el sistema de justicia –desde la instancia policial hasta la prisión– como una cuestionada maquinaria del Estado que no cumple sus propósitos declarados en las leyes y que, en rigor, se guía por criterios distantes de los establecidos en las normas.
El comunicador alega que su visión es la de todo ciudadano que ha tenido experiencias ingratas con la justicia y que su labor solo refleja aquello que se piensa en la sociedad acerca de jueces, fiscales y procesos. De allí que el periodismo se sienta alentado por una opinión pública que cuestiona a la justicia y se percibe impotente para transformarla. La prensa se erige entonces en un factor no solo crítico sino también vigilante de la actuación judicial, por lo menos en aquellos casos que resultan más relevantes o llamativos.
Como prueba de validez de este enfoque se presenta aquellos casos que han sido sometidos al escrutinio judicial solo después de una intensa campaña en los medios, así como otros en los que un caso empantanado en los vericuetos del procedimiento finalmente ha recibido atención suficiente para llegar a un desenlace solo cuando la prensa lo ha adoptado.
Siendo ciertos tales argumentos, también es verdad que en el “proceso paralelo” el honor de las personas –y no solo el derecho a que se presuma su inocencia– es frecuentemente enlodado sin posibilidad de que, cuando se pruebe que la información no fue veraz, el agraviado sea reparado adecuadamente. En varios países se ha demostrado que la “autorregulación” no funciona en el nivel de cada medio ni en el de las entidades que agrupan a la prensa, que en realidad funcionan como un grupo de presión del sector, amparado en los derechos a la libertad de expresión y a la libertad de información, que sitúan por encima de cualquier otro. Lo demuestran a diario las imágenes de “sospechosos” cuyo honor resulta irremediablemente dañado pese a que se use los verbos en forma condicional a fin de evitar una demanda judicial del perjudicado.
En cierta medida, el manejo de los casos en los medios de comunicación se halla a cargo de personas que no conocen el aparato técnico de la justicia. En ocasiones, se confunde los roles de jueces y fiscales o el peso de un auto con el de una sentencia. En la información que se difunde se echa de menos la consideración profesional de hechos, pruebas y normas aplicables. Amparándose simplemente en el sentido común –cuando no se orienta por algún interés de parte–, la prensa frecuentemente desorienta al ciudadano.
Pese a tales limitaciones, es el “proceso paralelo” el que llega a conocimiento y debate de la opinión pública bastante antes de que el aparato de justicia haya llegado a alguna conclusión. La versión de los medios configura el caso sin mayor preocupación por la distancia entre la información que provee y los términos efectivos del proceso. Las conclusiones de esa versión periodística se convierten en un elemento de presión sobre los jueces a cargo de la causa, gravitando sobre su independencia. Y si la decisión del juzgador no coincide con esas conclusiones, la discrepancia alimenta tanto la sospecha sobre el aparato de justicia como su desprestigio.
El Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, que consagra el derecho de toda persona a la libertad de expresión, puntualiza que este derecho “entraña deberes y responsabilidades especiales. Por consiguiente, puede estar sujeto a ciertas restricciones que deberán, sin embargo, estar expresamente fijadas por ley…” (art. 19). La Convención Americana sobre Derechos Humanos dispone, asimismo, que el ejercicio de la libertad de expresión debe darse en el marco del “respeto a los derechos o a la reputación de los demás” (art. 13.2). No parece que estas obligaciones normativas estén siendo respetadas.
Desde un lado y desde otro, hay razones para la preocupación por el actual balance que, sin duda, es negativo. De una parte, el estado de la justicia es lamentable, merece rechazo social y no solo explica sino que justifica, hasta cierto punto, el papel asumido por los medios. De otra, el tratamiento de los medios mediante los “procesos paralelos” conduce a un terreno también indeseable, sin garantías respecto a los sujetos involucrados ni acerca de la corrección de sus resultados, cuadro que llega a un deterioro completo si se toma en consideración los efectos de la corrupción.
En términos propositivos es posible señalar aquellos cambios que deberían producirse en medios de comunicación y operadores de la justicia, a fin de que los “juicios paralelos” dejen de ser aquello en lo que se han convertido: un componente más de la difícil problemática de la justicia. Del lado de los medios es preciso hacerse cargo de que su tarea de informar no puede realizarse a costa de los derechos de las personas involucradas en casos judiciales, y de que es a fiscales y jueces a quienes corresponde investigar y juzgar, tarea para la cual requieren que su independencia sea de veras respetada. Del lado de fiscales y jueces es necesario asumir que la tarea de juzgar no es asunto cuyo conocimiento pueda y deba estar reservado a quienes frecuentan los pasillos de tribunales; que la sociedad tiene derecho pleno a saber cómo y porqué se establecen responsabilidades y se declaran culpables e inocentes en la justicia; que, en consecuencia, el juez está obligado a explicarse; y que en el mundo contemporáneo la sociedad se informa y debate mediante los medios. Todo ello sin que la relación entre unos y otros actores esté mediada por tratativas de toma y daca que la envilecen y desprestigian tanto a la justicia como a los medios.
*Sénior Fellow de Due Process of Law Foundation (DPLF).
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