La (e)lección uruguaya sobre el populismo punitivo

Marco Feoli V. *

Las recientes elecciones de Uruguay que tendrán que resolverse, en definitiva, el próximo 24 de noviembre han dejado varios titulares. El balotaje y la posibilidad de que haya un cambio en el signo político que por tres lustros ha gobernado al pequeño país del Río de la Plata, reconocido por ser una de las sociedades más progresistas de América Latina, sacaron del foco de atención mediática una las noticias, quizás, más relevantes de aquella jornada.

Junto con las presidenciales se votaba también un plebiscito de reforma constitucional cuyo propósito era introducir una serie de cambios para enfrentar la crisis de seguridad que, según datos del Observatorio de Violencia y Criminalidad, situó en 11.8 el número de homicidios por cada 100 mil habitantes en 2018 –la cuarta tasa más alta de Sudamérica–.

El proyecto, con el sugestivo nombre de “Vivir sin miedo”, fue presentado por el senador Jorge Larrañaga del Partido Nacional y, entre otras cosas, proponía introducir la cadena perpetua revisable, eliminar beneficios penitenciarios, habilitar la realización de allanamientos en horas de la noche y crear un cuerpo de seguridad militar. En suma, más derecho penal. La iniciativa, que debía votarse en su totalidad, no fue apoyada expresamente por ningún candidato, pero alcanzó un nada despreciable respaldo del 46% de los electores.

En consecuencia, la iniciativa quedó en el camino, porque requería de, cuando menos, un 50% de adhesiones. Sin embargo, y aunque de entrada ese es un alivio que salva los muebles, la cuestión plantea interrogantes de mayor alcance sobre la ascensión, sin complejos ni disimulos, de políticas punitivistas en la región que amenazan, como en otros frentes, los esfuerzos que durante varias décadas se han hecho por fortalecer nuestros estados de derecho.

No conozco otro caso reciente en el que un paquete de medidas represivas de tanta envergadura, que debilitan garantías procesales y aúpan el ejercicio abusivo del poder del Estado, se hubieran sometido a una votación similar. Uno puede pensar que lo de Uruguay ha sido una muestra de sensatez –como la de 2014, cuando se rechazó también la posibilidad de disminuir la edad de la imputación penal para adolescentes–. Posiblemente lo sea, prueba de la solidez institucional de un país que siempre se ha ubicado en los puestos más altos de los índices de desarrollo democrático.

Pero esa lectura es insuficiente, nuestras historias de autoritarismos sumadas a la violencia y a la desigualdad que no acaban de resolverse y a la irrupción de envalentonadas fuerzas de extrema derecha –con un fuerte tufo religioso neopentecostal en América Latina– que apuestan por políticas regresivas, que crean enemigos e invitan a un reduccionismo escandaloso de nuestros problemas estructurales, no pueden verse como algo anecdótico. Hay buenas razones para pensar que en otro país el resultado hubiera sido diferente.

Todos aspiramos a vivir sin miedo, con seguridad para movilizarnos, y no ser víctimas de agresiones, del fuego cruzado de los cárteles de la droga o de la delincuencia común. Las voces que ofrecen respuestas simplistas, pero atractivas tienen, y lo saben, una baza electoral que les garantiza un puñado de votos a cambio de azuzar a las masas.

No cuentan, porque la demagogia es mucho más rentable, que, solo para poner el ejemplo del sistema penitenciario, tenemos 30 años endureciendo ya penas, reduciendo beneficios y creando nuevos delitos que no han sido capaces de contener la criminalidad, pero sí, literalmente, de explotar nuestras agotadas cárceles. De hecho en Uruguay, la tasa de prisionalización fue de 295 en 2017, de acuerdo con el Institute for Criminal Policy Research, esto es, el doble de la media europea. En Costa Rica, en los 90s, se hicieron reformas parecidas que elevaron sanciones –la pena máxima ahora es de 50 años–, recortaron los supuestos de cambio de nivel penitenciario e introdujeron tribunales expeditos para juzgar robos y otros delitos menores.

Tres décadas más tarde, el resultado no puede ser más desesperanzador: se incrementaron las cifras de homicidios y, al tiempo, los niveles de hacinamiento carcelario rondan el 40% –algunas prisiones llegan al 80%, como la Antonio Bastida de Paz, al sur de San José, y en ellas los brotes de enfermedades que se creían erradicadas, como sarampión y parotiditis, se han disparado en los últimos meses–. No hay recursos para contratar más personal ni espacios para ubicar a los nuevos internos. Una ecuación demencial que convierte a los centros penales en bodegas humanas y, paradójicamente, en fuente permanente de la violencia que prometen conjurar.

Las democracias latinoamericanas siguen en permanente construcción, con retos formidables que no pueden disimularse. Uno de ellos, como quiera, es proteger lo que se ha hecho bien. Abrir la llave para que el poder punitivo se ejerza descontroladamente, reduciendo garantías y ampliando sus potestades sancionatorias, solo las carbonizaría. La derecha y la izquierda, serias, tienen un deber ético insoslayable: proteger a las generaciones futuras de vivir con el miedo que supone un Estado policial y autoritario. Uruguay nos permite respirar, al menos hasta que el populismo criollo proponga, de nuevo, atractivos atajos que no son más que una burda excusa para dinamitar nuestras conquistas democráticas.

 

*Exministro de Justicia de Costa Rica.

Acerca de Justicia en las Américas

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