Ursula Indacochea
Oficial Sénior de Programa, DPLF
Publicado previamente en la Revista Reforma Judicial, revista informativa del órgano judicial de Bolivia
Sucre, No. 02, noviembre 2016
Desde febrero de 2009, la Constitución Política del Estado Plurinacional de Bolivia establece –en sus artículos 182.I, 188.I, 194.I y 198- que los magistrados del Tribunal Supremo de Justicia, del Tribunal Agroambiental, del Tribunal Constitucional Plurinacional y hasta del Consejo de la Magistratura, deben ser elegidos por sufragio universal, de una lista de candidatos establecida previamente por la Asamblea Legislativa Plurinacional.
Como señala Luis Pásara, en el trabajo realizado para la Fundación para el Debido Proceso, Elecciones judiciales en Bolivia: una experiencia inédita[1], el nombramiento de jueces en Bolivia ha sido, históricamente, una atribución del poder político, y la introducción del voto popular como mecanismo para seleccionar a la alta magistratura boliviana, llevado a la práctica por primera vez en 2011, fue una experiencia única, pues este mecanismo no había sido utilizado en ningún otro país anteriormente para elegir a los miembros de los más altos tribunales, sino únicamente en casos puntuales, para ratificar designaciones realizadas por órganos políticos (Japón), o para para seleccionar jueces de primera instancia (Suiza, EEUU) o de paz (Perú).
Más allá de las críticas al diseño normativo y del desencanto que para algunos significó el resultado obtenido, lo cierto es, que la posibilidad de abandonar el sufragio universal, y regresar a un mecanismo político de designación, se volvió a discutir, en el marco de la Cumbre Nacional de Justicia Plural. La propuesta presentada por el Procurador General del Estado, de establecer una designación a cargo del Órgano Ejecutivo, fue finalmente rechazada, y se decidió mantener la designación por voto popular, pero fortaleciendo las garantías de la etapa de preselección, para que sea más técnica, transparente, participativa, y enfocada en el mérito de los aspirantes.
Pese a ello, la gran pregunta sigue siendo, si el voto popular es el mejor mecanismo para seleccionar a las altas cortes. ¿Garantiza, o por lo menos, promueve, mejores resultados que otros mecanismos de selección? ¿Existe una mayor probabilidad de que los así escogidos, sean más idóneos, independientes e imparciales?
La elección de autoridades judiciales, por voto popular, se ha sustentado en el argumento democrático: los magistrados elegidos gozan de legitimidad de origen debido a su forma democrática de elección. Pero, ¿es este tipo de legitimidad la más importante en el caso de las altas autoridades judiciales? Por otro lado, ¿por qué cuestionar que sean las mayorías las que coloquen a los magistrados en sus cargos, tal como ocurre con Presidentes y miembros del parlamento? ¿No es algo positivo, acaso, que los altos funcionarios judiciales gocen de la confianza del pueblo, expresada mediante el voto? Creo que existen, cuando menos, dos argumentos para cuestionar esta idea, uno de orden político, y otro de orden técnico.
Respecto al primero: la legitimidad es un atributo esencial de toda autoridad dentro de un régimen democrático. En palabras sencillas, en una democracia, toda persona que ejerce autoridad sobre otra(s), debe hacerlo legítimamente.
Ahora bien, la legitimidad de origen no solamente la tienen los elegidos por sufragio universal, sino en general, cualquier autoridad elegida de acuerdo a la Constitución y la ley. Existen otros altos funcionarios, llamados en algunos países “de segundo grado” (ministros, contralores, etc.) cuya autoridad es legítima, cuando son designados de acuerdo a los procedimientos establecidos y por las autoridades competentes (normalmente el Ejecutivo o el Legislativo).
Por otro lado, existe la legitimidad de ejercicio. Los jueces ejercen su autoridad mediante decisiones, y, por tanto, la forma de controlar si lo están haciendo legítimamente, supone necesariamente analizar su razonamiento, que debe ser un jurídico –es decir, sustentado en normas jurídicas– (y no político, sustentado en normas morales, o en criterios de oportunidad). Esto quiere decir, que la legitimidad de ejercicio del juez descansa esencialmente, en su sujeción -si cabe decirlo así- a la autoridad de la ley, y sobre ella, a la Constitución y a los derechos y libertades fundamentales que ésta y los tratados internacionales reconocen, los que, por su naturaleza, están fuera de la decisión de las mayorías.
Si ello es así, no existen razones para pensar que el apoyo mayoritario en las urnas nos permitiría seleccionar magistrados más independientes, sino probablemente al revés: parece ilógico pensar que las mayorías apoyarían, precisamente, a aquellos candidatos cuya trayectoria indique que podrían emitir decisiones que protejan derechos de minorías, especialmente para el caso de una corte constitucional. Claramente el descontento ciudadano hacia las autoridades judiciales, en los países de América Latina, encierra un problema de legitimidad, pero es importante preguntarnos si la elección popular es capaz de resolver realmente esos problemas o no. Esto nos conecta con el segundo argumento.
Por otro lado, el voto popular supone un problema desde el punto de vista técnico: no es posible garantizar que el voto directo -que es una herramienta para la toma de decisiones de carácter político- conduzca a la selección de los aspirantes más calificados, y con ello, que se cumpla con el objetivo, que es el nombramiento basado en el mérito.
Dado que el votante no puede ser obligado a elegir a los aspirantes más calificados, y que son otras las variables que definen la inclinación del voto –la simpatía de los contendientes, o lo que los votantes esperan de los elegidos, por ejemplo-, este mecanismo promueve que la contienda entre los diversos aspirantes no se resuelva en términos de méritos (“que gane el mejor”), sino en función de otras variables externas, que podrían ser incluso políticas.
¿Esto se resuelve con una etapa de selección más estricta, de modo que los votantes tengan mejor material de donde elegir? No del todo. Pero una preselección técnica, apegada a un perfil establecido, detallado y claro, medido en base a criterios objetivos; transparente, público, y con espacios efectivos de participación de la sociedad civil, puede contribuir mucho a “racionalizar” la elección por voto popular. Si no es realizada por un órgano político, mejor aún. Pero incluso así, no nos garantizará el nombramiento de los mejores más que otros mecanismos, y dejará al mérito, siempre, subordinado a variables externas, lo que constituye, a mi parecer, el mensaje que se debe combatir.
[1] El estudio está disponible en: http://www.dplf.org/sites/default/files/informe_bolivia_web2.pdf