Holly Dranginis*, Brittany Benowitz** y Kailey Wilk***
Este artículo fue originalmente publicado en Just Security, donde también está disponible una versión en inglés.
En la orilla occidental del lago Izabal en Guatemala, un estado de sitio instituido por el gobierno guatemalteco envolvió al pueblo de El Estor el octubre pasado. Las fuerzas de seguridad del Estado, incluidas unidades de la policía nacional, condujeron redadas violentas que resultaron en más de 60 arrestos. Esta fue la última de una historia de fuertes medidas contra los residentes allí, que son principalmente miembros de la comunidad indígena maya Q’echi’. Tal represión es una característica constante de la cleptocracia en Guatemala y recuerda un período de violencia tan extrema y dirigida contra las poblaciones indígenas, como para ser reconocida ampliamente como un genocidio.
Muchos jueces y fiscales valientes en Guatemala han buscado restaurar el estado de derecho y poner fin al acaparamiento ilegal de tierras que ha alimentado la violencia. Sin embargo, sus esfuerzos se han visto bloqueados por redes corruptas que han capturado las tres ramas del gobierno. La comunidad internacional ha respondido sancionando a pocos actores de nivel inferior involucrados en esquemas de corrupción, pero hasta ahora no ha perseguido a los autores intelectuales que usan su influencia para asegurar nombramientos de alto nivel en el sector judicial para sus amigos. Para abordar este desafío, los funcionarios encargados de las sanciones necesitan enfocarse menos en los operadores de bajo nivel que entregan sobornos y más en el tráfico de influencias de alto nivel.
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