Los jueces y el movimiento de derechos humanos

Luis Pásara

En los años noventa fui invitado a participar en la capacitación de jueces latinoamericanos en materia de derechos humanos. La tarea emprendida entonces por el Instituto Interamericano de Derechos Humanos comenzó en los países de Centroamérica y luego se extendió a algunos otros de la región. En todos los casos, los jueces que asistían a conferencias y talleres no tenían idea de la existencia de tratados y convenciones que habían sido ratificados por sus países y que, dadas las normas de las respectivas constituciones, tenían fuerza obligatoria en el derecho interno. No solo había desconocimiento sino una auténtica perplejidad ante lo que para ellos constituía un descubrimiento.

El silogismo era clarísimo y lo sigue siendo: el país firma, primero, y ratifica, después –usualmente mediante aprobación parlamentaria–, un pacto internacional. Las constituciones de la región disponen, con variantes de fraseo nacionales, que a partir de su ratificación las normas de ese tratado o pacto entran en vigencia con fuerza obligatoria en el orden jurídico nacional.

Explica la desinformación que prevaleció acerca del tema el hecho de que durante las últimas décadas nuestros gobiernos firmaran tratados y convenciones sin mayor conciencia de las obligaciones que de este modo contraía el Estado y, sobre todo, sin la menor preocupación por traducir a políticas internas el compromiso formalmente adquirido. Firmaban desde la despreocupación que caracterizó –¿o caracteriza?– a tantos gobiernos nuestros o, como dijo con elegancia un viajero del siglo XIX respecto a las normas en la región, los textos se adoptaban solo “para ver de extranjeros”.

En la atmósfera resultante, hace 25 años los jueces pensaban –como producto de la deficiente formación universitaria recibida– que el derecho de origen internacional obligaba a los Estados en sus relaciones con otros Estados, pero no regía dentro de los países. A partir de un desconocimiento casi absoluto acerca de las normas sobre derechos humanos –que, por cierto, en las facultades de derecho no se estudiaban– jueces y fiscales apegados a sus códigos creían indispensable que una ley nacional recogiese el contenido de esas normas de origen internacional, que el país había firmado y ratificado, antes de que ellos pudieran aplicarlas. El Instituto Interamericano de Derechos Humanos advirtió la necesidad de enseñar, a quienes están obligados a aplicar esas normas, el contenido de esos derechos humanos y las razones constitucionales de su vigencia.

La otra razón, acaso más importante, para que los operadores de justicia llegaran a rehuir la aplicación de las normas de derechos humanos residía –y, en cierta medida, aún reside– en la vieja tradición latinoamericana sobre la relación entre aparatos de justicia y poder. La región ofrece, todavía hoy, un panorama en el cual cortes y tribunales dependen en determinada proporción de quienes ejercen el poder político y de quienes tienen poder económico o mediático. Con ocasión de nombramientos, ascensos y procesos disciplinarios, en la mayoría de nuestros países el juez que se atreve a contradecir a los intereses dominantes está en situación de riesgo. Hacer efectivas las normas sobre derechos humanos –que son violados por un agente estatal– implica para el juez entrar en un área de conflicto, que es la de constituirse en contralor del ejercicio del poder, como lo requiere un régimen de veras democrático. En ese terreno el juez puede colisionar con quienes habrán de cobrarle el atrevimiento de cumplir a cabalidad su obligación en un estado de derecho.

La introducción de la carrera judicial –como parte del proceso de reformas de la justicia desarrollado en las últimas décadas– ha morigerado, aunque no suprimido, la capacidad del poder para ejercer presión sobre los jueces. El caso de los fiscales, allí donde dependen directamente del poder ejecutivo, sigue siendo el de mayor riesgo.

En cualquier caso, debido a diversas iniciativas –muchas de ellas auspiciadas por la cooperación internacional–, el desconocimiento antes prevaleciente se ha ido despejando y ahora es relativamente frecuente encontrar en una sentencia la invocación de una norma de origen internacional de la cual el país es signatario. No siempre la norma de derechos humanos, así incorporada al texto de la decisión judicial, sirve de base para un razonamiento innovador que signifique un paso adelante respecto a la legislación nacional.

En manos de jueces con una sobrecarga de trabajo, que adicionalmente combinan mediocridad profesional con desinterés por su tarea, las referencias a las normas de derechos humanos se han convertido en paporreta, que es parte de las plantillas de “copiar y pegar” usadas por los auxiliares del juzgado para resolver casi mecánicamente un asunto tras otro. Esto es visible, por ejemplo, en las resoluciones dictadas en procesos judiciales sobre pensiones alimenticias; se invoca la Convención sobre los Derechos del Niño, como si fuera necesaria para otorgar una pensión mísera que a menudo corresponde a una suerte de arancel o tarifario fijo: un hijo, tanto; dos hijos, cuanto. Reducidas a citas rutinariamente usadas como papel decorativo, las normas de derechos humanos corren el riesgo de caer en la innocuidad.

No obstante, hay casos en los que efectivamente las obligaciones contraídas por los Estados en materia de derechos humanos se convierten en elementos clave para llegar a una decisión judicial. En el caso peruano, la sentencia de Alberto Fujimori dictada en abril de 2009, condenando al procesado por asesinato, lesiones y secuestro a 25 años de prisión, se apoya amplia y provechosamente en normas de derechos humanos de origen internacional. Entre otras fuentes, se utiliza en esa decisión la Convención Interamericana para prevenir y sancionar la tortura, firmada por el Perú en 1985 y ratificada en 1990, así como la Convención Americana sobre Derechos Humanos, firmada en 1978 y ratificada en 1979; esta última cobra especial importancia en la sentencia a los efectos de la reparación civil impuesta.

De modo que al mirar la relación entre jueces y derechos humanos en las tres últimas décadas no puede hacerse un balance negativo. Se ha salido de las penumbras y hoy, por lo menos, puede distinguirse claroscuros. Hay que celebrar que, salvo voces extremistas y casi siempre interesadas, no se objete el uso judicial de las normas internacionales que contienen esos derechos, ni se cuestione seriamente la obligación del Estado de acatar las decisiones que adopte una instancia internacional como la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Con especial atención, hay que poner en el activo de ese balance que algunos jueces hayan interiorizado la obligación de hacer efectivas esas normas mediante decisiones con las que se arriesgan frente al poder. Merecen todo nuestro respeto.

Para llegar a ese punto, los jueces han tenido que vencer las resistencias que encontró el movimiento de derechos humanos en la región. Mientras en los países del llamado mundo desarrollado la atención a la temática de los derechos humanos había sido acunada por grupos humanistas y liberales –especialmente a partir de las experiencias aleccionadoras del nazismo, el fascismo y el franquismo–, en América Latina, donde el pensamiento y los valores liberales nunca prosperaron entre los sectores dirigentes, la izquierda se hizo cargo de esa preocupación solo cuando ella misma fue reprimida por dictaduras sangrientas como las que padecieron Argentina y Chile. Fue entonces cuando quienes no habían levantado la voz frente a los crímenes del estalinismo descubrieron que los derechos humanos eran algo valioso, de lo que dependían vidas, y por lo tanto había que invocar y defender.

Al arribar a la región, el tema de los derechos humanos se tiñó, pues, de izquierda y, en consecuencia, fue recibido por la oposición de los sectores conservadores que, hasta hoy, lo ven con suspicacia. En Argentina, Chile, Brasil, Guatemala o Perú la reivindicación de los derechos humanos se hizo sospechosa de, cuando menos, condescendencia con la subversión.

No nos hemos librado de ese estigma facilón con el que se descalifica denuncias, reclamos y protestas. Impuesta como sentido común por diversos medios de comunicación, esa reacción hace que, aún en estos días, las organizaciones de derechos humanos se vean forzadas a desmarcarse y condenar la subversión cada vez que intervienen en la defensa de alguien a quien se ha señalado como “terrorista”. O que, en ciertos casos, algunas de esas mismas organizaciones declinen defender a quien ha sido víctima del terrorismo de Estado; temen comprometer su imagen.

La sombra de la utilización política persigue implacablemente al movimiento de derechos humanos. Esa sombra resulta alargada por los comportamientos de la izquierda política, que no demuestran que le importen los derechos humanos sin distinguir cuál sea el régimen que los viola. Si Cuba fue durante décadas ocasión, primero de negativas y luego de excusas forzadas para justificar el autoritarismo desembozado de la “revolución”, el régimen chavista ha tomado la posta en los últimos años, beneficiándose –incluso en la prolongación reprobable de Nicolás Maduro– de esa incapacidad de la izquierda para deshacerse del autoritarismo y condenar la represión gubernamental de derechos fundamentales, pese a quien pese.

Acaso ese límite que la izquierda realmente existente le ha construido al tema sea uno de los factores por los cuales el movimiento de derechos humanos ha tendido a enclaustrarse entre quienes ya estamos convencidos de la justicia de su causa. Bajo el freno atemorizante de ser vistos como “defensores de delincuentes” que ha impuesto la prédica conservadora, los defensores de derechos humanos a menudo prefieren “cantarle al coro” en lugar de dar una lucha abierta y frontal por colocar el tema en la agenda pública para que la mayoría, no “los de siempre”, se comprometan cívicamente con la defensa de los derechos fundamentales. Y, al mismo tiempo, las organizaciones rehúsan con precaución timorata adoptar como suyos los casos de abuso sufridos por quienes delinquieron al alzarse en armas.

En el caso peruano, el debilitamiento de la temática de los derechos humanos puede medirse cuantitativamente al examinar en los sondeos de opinión la aceptación ciudadana, creciente en los últimos diez años, del indulto a Alberto Fujimori. Del aplauso mayoritario que la condena suscitó al ser dictada, la apertura al indulto aumentó año tras año hasta que en 2017 el presidente Kuczynski se apoyó en un respaldo de opinión mayoritario para firmar la condonación de la pena y otorgar al reo un ilegal derecho de gracia, a cambio de evitar que el Congreso declarara la vacancia de su cargo.

El debilitamiento de la temática de los derechos humanos, al que en parte han contribuido las propias organizaciones, ha llevado a que algunas causas –como la lucha contra la violencia que padecen mujeres y menores, o la reivindicación de la diversidad de orientaciones sexuales– se hayan desgajado como peleas independientes respecto al campo de batalla al cual pertenecen, que sin duda es el de derechos humanos. Y que, así desligadas, hayan alcanzado avances y éxitos.

En ese contexto, el caso de los jueces puede ser considerado relativamente como un éxito de la causa de los derechos humanos. Hemos avanzado en el terreno de la justicia, pese a los obstáculos formidables que se encontraron y pese a las limitaciones de los agentes del movimiento mismo. Este éxito relativo, junto a otros, claro está, sugiere que la dedicación de tantos y tantos a la causa de los derechos humanos no ha sido en vano.

Luis Pásara, Senior Fellow, DPLF

Acerca de Justicia en las Américas

Este es un espacio de la Fundación para el Debido Proceso (DPLF, por sus siglas en inglés) en el que también colaboran las personas y organizaciones comprometidas con la vigencia de los derechos humanos en el continente americano. Aquí encontrará información y análisis sobre los principales debates y sucesos relacionados con la promoción del Estado de Derecho, los derechos humanos, la independencia judicial y el fortalecimiento de la democracia en América Latina. Este blog refleja las opiniones personales de los autores en sus capacidades individuales. Las publicaciones no representan necesariamente a las posiciones institucionales de DPLF o los integrantes de su junta directiva. / This blog is managed by the Due Process of Law Foundation (DPLF) and contains content written by people and organizations that are committed to the protection of human rights in Latin America. This space provides information and analysis on current debates and events regarding the rule of law, human rights, judicial independence, and the strengthening of democracy in the region. The blog reflects the personal views of the individual authors, in their individual capacities. Blog posts do not necessarily represent the institutional positions of DPLF or its board.

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